La banalización de lo prohibido

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Ejemplar único

Desde que vivo sin coche, me desplazo al centro de Kenitra en transporte público. A pesar de sus inconvenientes, prefiero coger el autobús porque me permite tener contacto directo con la gente. Lo primero que uno debe hacer es armarse de paciencia y no aspirar a un servicio óptimo. Espero así en la calle apoyado en una farola. Los taxis me deslumbran con sus luces preguntándome si quiero montar. Por fin veo el número quince que avanza hacia el río, pero el conductor está adelantando a un carromato cargado de muebles y pasa de largo sin detectarnos en la parada. ¿No te advertí que era mejor no confiar en que todo saliera bien a la primera?

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El hábito hace al monje

El veintitrés vuela por la avenida y disminuye su velocidad para que subamos de un salto medio en marcha. Toda una prueba de agilidad. Una mujer que cubre sus cabellos con un ceñido pañuelo negro se encarga de cobrarnos. El billete cuesta tres dírhames y medio y conviene guardarlo para enseñarlo en los abundantes controles. En el interior, reina un sorprendente silencio. Me gustaría leer a Evelyn Waugh, pero sacar un libro me haría parecer millonario y pospongo la lectura por precaución. Un chico en camiseta de tirantes hinchado por las horas de gimnasio, que parece estar enfurecido, se levanta y golpea la puerta para que el conductor la abra en la esquina de Uled Uyih. Me sobresalta el estruendo. No hay botones de aviso y un manotazo los suele sustituir. Su amigo, un chaval que lleva rapados unos rayos en la cabeza, le ordena que insista y obedece con un puñetazo aún más fuerte sobre el metal. Me gustaría alejarme, pero no quedan asientos libres. El autobús se para sin abrir la salida trasera. Más golpes, redoblan sus protestas, los demás callamos y el conductor continúa la marcha. La pareja se revuelve como gato panza arriba. Me incomodan sus gestos violentos. Se sienten prisioneros, se mueven en círculos, uno tira su gorra al suelo mientras insulta a la mujer del pañuelo que mira al frente con el cuerpo petrificado.

El autobús se desvía de su ruta y un anciano de chilaba blanca les abronca. —Hashuma, ¿cuánto tiempo vamos a perder por vuestra culpa—? Nos paramos delante de la préfecture de police. Un policía entra y la mujer del pañuelo, que había permanecido callada, ahora relata los hechos al detalle, acusándolos de viajar sin billete. Los chicos no quieren salir y hace falta que el agente entre a buscarlos. Cuando ya daba el espectáculo por terminado, la mujer lo vuelve a llamar y asegura que falta otro, al que acusa con el dedo, pero está tan lejos que tres personas diferentes preguntan si se refiere a ellos. Los viajeros ríen por la falta de entendimiento y todos muestran su papelito blanco. Si no me molestara tanto lo que ocurre, yo también lo enseñaría divertido. Nadie parece ya preocupado por el tren que debían coger. La mujer se enfada porque un polizón se ha librado del castigo. ¿Acaso soy el único que está de su parte?

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Pasajeros del 23

Pasada la visita policial, todos murmuran, ahora protestan por el retraso ocasionado, increpan al conductor que no consigue maniobrar para volver atrás y seguir el recorrido. Un joven pide con chulería que le devuelvan el dinero, dice llegar tarde al trabajo y le ríen su actuación. Las carcajadas aumentan ante los berridos de la controladora. Ahora la acusan de incompetente por dejar que los jovenzuelos se cuelen con tanta facilidad. —Debería vigilar mejor, es culpa suya—. Se convierte así en la diana de sus críticas. Me molesta esa actitud y busco una mirada cómplice sin encontrarla. Dos paradas más tarde, sube un chaval de gorra blanca y se sienta rapidísimo junto a la puerta sin pagar el billete. Una chica de camiseta amarilla lo pone al corriente. El chico intenta escabullirse antes de que lo cojan, pero la salida ya está cerrada. Confío en que alguien dé el aviso a la mujer y que lo señale acusador para que no se salga con la suya. La controladora está alerta. Parece intuir algo extraño. Por fin se levanta una muchacha, golpea suavemente el metal con una moneda, se abre la puerta y, justo al bajar, entrega con descaro su billete al chico de la gorra, que le guiña un ojo agradecido. Todos sonríen alegres porque el desenlace ha sido satisfactorio. —¡Que se atreva a acusarte ahora la de negro de haberte colado!

 

 

18 respuestas a “La banalización de lo prohibido

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  1. Picaresca en Marruecos.. No es tan distinto a España entonces… Engañar s nos dá muy bien, a la vista está por todo lo q sale a la luz diariamente en las noticias y todas las cosas q no salen por no tener demasiado calado informativo.. En fin.. Divertida experiencia.. Abrazos d luz 🙂

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    1. Sin embargo yo, cada vez llevo peor lo de que se salten las reglas. Lo que en un libro me haría gracia, en la realidad no me gusta tanto…
      Julita, gracias por la fidelidad y los comentarios.
      Yo me lo paso pipa preparando el blog.

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