Restaurantes envueltos por la humareda

En ocasiones lamento no conocer cómo se dice en dariya una cierta palabra porque siento que hasta que no la pronuncie con soltura, es como si, eso que intento nombrar, todavía no existiera. Sin embargo, recuerdo hablar entre curioso y fascinado de ciertos restaurantes mucho antes de conocer cómo los llamaba la gente. Supongo que mentalmente los “nombraba” con una imagen muy concreta (¿o debería entonces decir que los imaginaba?): una enorme nube de humo blanquecino desvelada por un puñado de bombillas en medio de la oscuridad. Eso fue todo lo que pude identificar de aquel lugar la primera noche que pasé por allí. Había cenado en Rabat con un cliente que se hospedaba en Rabat, así que iba a regresar yo solo en el coche hasta Kenitra. Lo más razonable hubiera sido tomar la autopista, prácticamente vacía a esas horas, para llegar cuanto antes a casa, pero decidí aventurarme por la carretera nacional. Tenía la impresión de que, si cruzaba por aquellos pueblecitos que aún desconocía, podría notar los latidos del Marruecos real. Hoy, varios años después, sigo pensando lo mismo y a menudo opto por tomar la nacional. De hecho, quizás como premio a aquella decisión, precisamente durante aquel viaje descubrí un lugar bullicioso que surgió por arte de magia unos quilómetros después de los últimos edificios de Salé. Un rincón para el que aún no tenía nombre y al que de inmediato decidí que volvería algún día. Pero ¿cómo iba a preguntar por un restaurante al que no sabía cómo llamar? ¿Tendría acaso que otear las señales de humo?

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Surgidos de la nada

Recorrí esa misma carretera muchas veces después de aquella noche. Circulaba despacio porque no quería perderme nada que mereciera la pena, aunque también lo hacía para esquivar a los peatones suicidas que tienden a cruzar sin mirar. Así fue como descubrí los asilvestrados viveros repletos de plantas que abundan a ambos lados, algunos talleres de artesanía atendidos por hombres de campo poco acostumbrados a las visitas extranjeras y el ruidoso zoco del Sidi Taibi. Si tenía tiempo, me paraba en alguno de esos sitios y disfrutaba de mi hallazgo igual que un niño triunfante, pero en realidad sabía que lo que de verdad andaba buscando era aquella nube de humo que parecía ocultarse durante las horas diurnas y que escapaba a mi mirada por mucho que la buscara.

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Una nube blanquecina

Un día, mejor dicho, una noche, tocaba cenar con otro cliente en Rabat y, al regresar a casa, de nuevo surgía la humareda en medio de la penumbra. Reaparecía, como si me estuviera esperando, el mismo hervidero de parrillas, camareros y clientes que realizaban su habitual coreografía en la nube inextinguible. Reducía la velocidad para cruzar lo más despacio posible, los aparcacoches me hacían señales invitándome a parar, pero estaba demasiado cansado, apenas con fuerzas para prometerme que volvería por allí pronto. Y buscaba entonces una referencia, una señal o algún edificio con una forma diferente al resto que me permitiera regresar cuando quisiera.

Pero cuando el fin de semana intentaba comer en aquel lugar, nunca lograba encontrarlo. Terminó por desesperarme aquel maldito juego de prestidigitación. ¿Acaso me estaban gastando una broma los jenun que habitaban en ese fuego misterioso? Finalmente, un buen día el juego de magia comenzó a hacerme gracia y entonces me reía a carcajadas cada noche que se me aparecía la nube de humo, pero que, al buscarla durante el día, simplemente no existía. ¿No fue aquello lo que me dio la idea de leer Las mil y una noches? Ya solo por eso debería mostrarme agradecido.

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Como de «Las mil y una noches»

Dejé de buscarla, quizás incluso llegué a olvidarme y me dediqué a cosas más palpables, como pasar la tarde con Benaissa y sus amigos. Uno de esos días, después de horas charlando y bebiendo té, como nos había entrado hambre, me propuso ir a cenar a una pizzería de Salé. Acepté gustoso pensando que, al conducir él, podría curiosear durante el trayecto. Además, podría preguntarle por el nombre de aquellos pueblecitos por los que ya había pasado muchas veces. Los repetía disciplinado para intentar memorizarlos: Sidi Taibi, Sidi Buqnadel. Quizás porque ya estaba anocheciendo, de repente estalló una enorme nube de humo junto a la carretera, la misma que tantas veces me había llamado la atención. Mi primer impulso fue pedirle a mi amigo que paráramos allí a cenar, pero algo me contuvo y permanecí callado. Reflexione más tarde sobre aquello: ¿Por qué no reaccioné? Ni siquiera le pregunté cómo se llamaba aquel lugar.

11 respuestas a “Restaurantes envueltos por la humareda

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  1. Cuentas muy bien las impresiones que se viven en Marruecos, quizás es que nos parecemos y captamos aquello de igual manera, a la famosa plaza de Marraquech, si algo la caracteriza, son sus equilibrista, charlatanes, vendedores y sobre todo por su humo nocturno, la plaza humea por la tarde-noche, este humo que debe ser parecido a los relatos del infierno, lo hace todo muy singular, tu hablas de lo palpable, el humo y su embrujo también lo es, para mi. Comprendo perfectamente que te callaras, y no le dijeras al conductor que parara para adentrarte en aquella humareda, que tanto me hubiera atraído hacerlo a mi también, en muchas ocasiones he sido yo el que me he callado y no he dicho nada, deseando a rabiar, hacer algo, que incluso para mi, no estaba del todo claro. gracias por estos relatos de tus vivencias y sensaciones el ese país, que para algunos tiene algo, y para otros, lo tiene todo.

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    1. Muchísimas gracias Andrés por tus cálidas palabras. A pesar de haberlo visto varias veces, no me había dado cuenta de que es similar al humo de Jemaa El Fna. Ahora eres tú el que me dejas meditando sobre las veces en las que decidimos callar. Me alegro mucho de que disfrutes con los relatos.

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