He quedado con Nabil para tomar un té que hemos ido posponiendo por las restricciones. Como está lloviendo, me propone dejarlo para otro día. Me invento que conozco un sitio bajo techo al aire libre y me dirijo rápidamente hacia las terrazas de los soportales del centro. Por casualidad me topo justo con lo que buscaba en un pasaje comercial entre la avenida Allal Ben Abdellah y la calle Ghandi. Las letras doradas del cartel sobre fondo negro me resultan irresistibles. Mientras espero a Nabil, sentado en el café Baghdad de Rabat, me sumerjo en una novela sobre una librería de Argel. Irak, Marruecos, Argelia. ¿Estoy finalmente abriéndome a todo el mundo árabe?

Llega Nabil, pedimos té con shiba y comenzamos a ponernos al día. Nos interrumpe el adhan y mi amigo quiere saber si conozco el nombre de este rezo: asr? ¡No me dices! ¡Qué vergüenza! Se burla de mí mientras me muerdo la lengua pensando en el subjuntivo. Me explica los cinco rezos del día. ¡Nunca consigo recordarlos todos! ¿Laasha no significaba cenar? Sí, se llama así porque coincide con la cena. ¿Ya la has preparado? Todavía no, compraré luego algo por la calle, me queda tiempo hasta las nueve. No, no, Mrteh, el toque de queda es a las nueve, pero las tiendas cierran a las ocho. Son ya las siete y media. Vámonos ahora mismo.

Como ha llovido, el suelo resbala y avanzo con cuidado. Me cuesta seguir el ritmo de Nabil y le pido que aminore la marcha. ¿Quieres quedarte sin cenar? Entramos en la medina por Bab Biba y me sorprende el ajetreo trepidante. Parece que todos han dejado alguna compra para última hora. Su caminar no es pausado, como acostumbra, sino que permite entrever la urgencia. Paramos en unos puestos de carne que no llegan ni a figones. Los cocineros, mientras charlotean, golpean la plancha con la rasera metálica al ritmo de alguna canción shaabia. Cada poco, alguno recita su cantinela. Juia, marhaba. Le pido un bocadillo de kefta para llevar y rellena con carne y cebolla media hogaza de pan abierta como si bostezara. Mi amigo se despide. Telefon beinna!

Se me antoja algo de fruta y me apresuro a comprarla. Los puestos de ropa ya están cerrando, descuelgan con una larga percha abrigos y maniquíes, cansados de su exposición diaria. El gentío que corretea para apurar un último recado no me deja ver cómo recogen las mercancías pequeñas. Su jornada termina con el ruido tremendo al bajar la persiana metálica. La primera me asusta, las siguientes me divierten. Parecen aspirar a concierto de percusión.
Cuando giro por la avenida Mohamed V ya solo resisten abiertos los puestos de comida. Pollos a la brasa, pizzas para llevar. ¿Te queda zumo? Asir salau. Mañana lo intentaré de nuevo. Ya queda menos gente por la calle y lo que antes eran gritos, ahora son susurros a media voz. Llego a tiempo al puesto de frutas. Nos quilo, aafek. Safara ula hamara? Tanto da el color si me las olvido de todas formas. Finalmente, también estos tenderos comienzan a cerrar. Suben a pulso cocinas y planchas. Recogen a contrarreloj, como en un concurso que termina exactamente a las ocho. Candados a modo de despedida. Bislama, bislama, salina, salina. Se apaga una luz y se hace de noche, se cierran las persianas y se hace el silencio.

Ahora se distingue hasta el sonido de las sandalias al rozar los adoquines. Decido caminar por la medina solitaria hasta el toque de queda. Los clientes y vendedores han dejado paso a montones de plásticos y cartones que estarán recogidos al amanecer. Así medio vacía, la seria Sueqa es irreconocible. La llamada al rezo me sorprende en el cruce con la calle Qanasel y las voces de los almuédanos me llegan por los cuatro costados. Finalmente se van apagando y queda un eco lejano que se confunde con las escasas conversaciones. A lo lejos viene una cuadrilla de hombres. Distingo un par de uniformes. ¿Estarán comprobando que todo está cerrado? Me adelantan en la esquina y los sigo por curiosidad. Avanzan a paso firme, vuelven a girar en la fuente para enfilar la calle Harrarine. Cuando los pierdo de vista me doy cuenta de la tranquilidad que me rodea. Apenas unos hombres jugando a las cartas. Me siento a seguir leyendo Nuestras riquezas. Sonrío al oír algunos maullidos, para la hora de la cena, los gatos son los reyes de las callejuelas de la medina.

Precioso libro,Nuestras riquezas, con ganas de volver a ربط
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A mí también me gustó mucho Nuestras riquezas.
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Lindo paseo, sí señor. Y linda forma de contarlo. (Adoro los bocadillos de la calle que arranca en Bab Buiba).
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Sí, yo también le he cogido cariño a esa calle. Ahora me dejas con la duda de si se llama Bab Buiba o Bab Biba. Ya tengo una excusa para volver por allí.
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Shukran ajai.
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La shukran ala wajib
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Mucha similitud con la pandemia que vivimos por aquí. Al menos puedes quedar con amigos, aquí está todo cerrado y con cierta edad, nos da miedo quedar con los amigos. Espero cambie pronto.
Interesantes fotos de la medina con gente y la basura que olvidamos intencionadamente.
Ya he acabado El limón, lo subiré a mi blog en dos o tres días. Te lo comunicaré.
Adelante con Marruecos.
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Gracias Mauri por pasearte por el zoco. Tengo la sensación de que por Marruecos hay un poco más de vida que en España, quizás porque hace mejor tiempo y se tiran el día en la calle.
Estoy deseando leerte en el blog sobre El limón.
Un abrazo.
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Tu relato es una ventana maravillosa a otras realidades. Uno se da cuenta de las diferencias pero también de las similitudes. Las fotos que acompañan tu relato redondean todo. Un gusto leerte.
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Muchísimas gracias, Ana, por tu comentario. Cada día encuentro más similitudes entre marroquíes y españoles. Bienvenida al zoco.
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¡Que tristeza! El mundo apagado. Ojalá pronto empiece el bullicio.
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Echo de menos el bullicio, pero todavía nos queda la charla tranquila con amigos.
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Tiene que ser extraño ver aquello vacío, tanto o más que en España…
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Sobre todo asombra cómo cambia todo en pocos minutos.
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