Durante muchos meses estuve intentando localizar unos restaurantes que surgían de noche en medio de una intensa humareda. No es que los buscara a diario, pero sí lo hacía cada vez que circulaba por la nacional que une Salé con Kenitra. Aunque mi objetivo era encontrar aquel lugar por mí mismo, he de confesar que cuando por fin me senté en una de sus sillas de plástico, fue gracias a un amigo que me llevó allí a cenar. Nos colocamos en la parte exterior, desde donde se puede ver el tráfico incansable. Forzosamente mi amigo tuvo que desaparecer un instante, pero no le debí de dar ninguna importancia, seguramente pensé que se habría ido al baño o quizás ni siquiera me di cuenta, distraído por los viandantes que iban y venían. Entre ellos se movía con agilidad nuestro inquieto camarero, que nos trajo primero una tetera con dos vasitos y un cesto lleno de hogazas de pan cortadas por la mitad. Al poco, llegó con un par de bandejas, la una repleta de kefta y la otra con tomate y cebolla en rodajas. Según nos estaba sirviendo, me arrepentí de no haberme levantado antes a ver cómo lo preparaban en las brasas humeantes. Mi amigo me invitó entonces a que especiara la carne yo mismo, temeroso quizás de excederse con el picante si lo echaba él a su gusto. No era la primera ocasión en la que me tocaba comer sin cubiertos, así que me lancé de inmediato a por el pan para demostrarle que podía utilizarlo como si fueran pinzas. Mientras cenábamos, mi amigo me explicó que antes de que se construyera la autopista, aquellos restaurantes estaban siempre llenos de camioneros que paraban allí para comer. Seguimos charlando durante un buen rato y probablemente me marché pensando lo mucho que había descubierto durante aquella cena, pero la verdad es que me fui sin comprender cómo funcionaba lo que comencé a llamar el Restaurante Sis.

De hecho, no lo entendí hasta mucho tiempo después. Caminaba por aquella misma ruta acompañado de Francesca y, en un primer vistazo, ni siquiera reconocí el lugar. La falta de humo y el sol del mediodía me lo impedían. Pasé de largo por delante de los primeros restaurantes, todavía vacíos, y hubiera seguido mi camino si no hubiera sido por lo que pude distinguir en la penumbra de un patio interior. Allí dentro había un montón de cuerpos desmembrados, colgados en ganchos como en una sangrienta película. Me asusté un instante, intentando comprender lo que veía. Los hombres sin embargo caminaban tranquilos en medio de aquel espectáculo terrorífico. Acabé riéndome de mi propio temor. No eran más que un puñado de carnicerías, por lo menos una docena, repletas de carne de ternera. Entré a curiosear. En cuanto se dieron cuenta de mi presencia, los tenderos comenzaron a llamarme para que me acercara a su puesto. Perdí así la ocasión de hacer una fotografía sin ser visto. Hablé con alguno de ellos, pero no me entretuve, ya que sabía que no les compraría nada.

Al salir del patio, el sol deslumbrante me resultó cegador y tuve que pararme un instante para acostumbrarme a la súbita luz. Al instante sentí el olor a humo de las brasas que encendían en ese momento. Otra vez comenzaron a invitarme en cuanto me detectaron. Reaccioné de manera casi automática volviendo sobre mis pasos camino de Salé. Pasé de largo hasta dejar atrás el bullicio y desde allí observé el espectáculo: al otro lado de la carretera, los aparcacoches con sus continuas y torpes indicaciones a los vehículos que pretenden aparcar y, en mi acera, un cocinero en cada restaurante afanándose en ventilar las brasas, los camareros que se asomaban cada dos por tres para atraer a los clientes indecisos y, en medio de los restaurantes, justo donde se encuentra la entrada al zoco de las carnicerías, había un par de puestos de fruta y una mujer vendiendo pan aún caliente. Pensé en echar un vistazo a cada uno de los restaurantes antes de decidir dónde sentarme, pero fui incapaz de negarme a entrar tras las zamalerías que me hizo el muchacho del primero de ellos. Me dijo que podía escoger mesa, pero insistió en que una en concreto era la mejor de todas. Solicitó mi té con hierbabuena de un grito a alguien del interior y comenzó a explicarme algo sobre la carne, pero yo estaba distraído observando a los demás clientes. Más me habría valido escucharle un poco.

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