
Subo al tranvía en una parada del centro de Casablanca. Llevo las manos en los bolsillos, como si así ocultara mejor mis pensamientos. Observo a mi alrededor y desecho a niños y a muertos de hambre. Ya solo veo a señoras con bolsos entreabiertos y a hombres con la cartera repleta, pero de pronto comprendo mi error. Precisamente los menos previstos son los que pueden descubrirme. Noto cómo se me acelera el pulso. Cualquier distracción puede hacer que termine sentado en algún calabozo. Aún sin verme las manos, sé que están sudando. Cierro los ojos y respiro profundamente intentando tranquilizarme. Sueño despierto con un cigarrillo compartido. Cuando los vuelvo a abrir, mi mente ya está concentrada en el objetivo: robar una cartera. Pero no consigo calmar los nervios, que ahora se traducen en unos terribles picores en brazos y espalda. Me refroto contra el asiento para aliviar el escozor, como si tuviera llagas. Siento que todos me vigilan, que leen en mis ojos lo que tramo. Comprendo que en este estado será inevitable ser descubierto.

Desciendo en la siguiente parada para dar un paseo que me relaje. Canturreo una canción mientras medito. Sé cuántas veces he practicado los movimientos en casa durante las últimas semanas, que me he entrenado igual que un boxeador ante su gran combate. En el cuarto de estar todavía pende una babucha del techo sujeta por un hilo. Calculé la altura a la que debía situarla para que simulara ser el bolsillo interior de una chaqueta de caballero. Con el brazo izquierdo en cabestrillo cubierto por un pañuelo, la mano derecha se desliza dentro del calzado para agarrar con los dedos una carterita de su interior. De la babucha cuelga un cascabel que ejerce de juez. Es necesario atrapar el dinero sin que proteste. Pero sonó docenas de veces, hasta que conseguí agarrar a mi presa con el cascabel en silencio. Ayer mismo volví a ver Pickpocket, la película de Robert Bresson llena de carteristas que se han convertido en sus maestros. Me concentro en los intentos exitosos y de nuevo siento que puede hacerlo. De la mochila saco un turbante que me cruzo por la espalda. Una primera lazada al pecho y una segunda donde colgar el brazo que finge necesitar reposo. Me tiño la mano para interpretar mi papel de hombre doliente. Incluso me quejo para mis adentros antes de subir de nuevo al vagón.
Todos robamos, me digo antes de analizar a los distintos viajeros buscando la presa ideal. Universitarios camino de sus clases matutinas, señoras bien vestidas con los bolsos agarrados con las dos manos, caballeros que parecen empleados de banca. Todos descartados. Camino hasta el siguiente vagón buscando dónde sentarme. En las siguientes paradas entran numerosos viajeros hasta parecer un mercado antes de un día festivo, cuando todos deben acumular provisiones. La situación ideal para lograr mi objetivo. Me levantaré fingiendo que le cedo el sitio a alguna señora y me adentraré en la multitud hasta deslizar ágilmente la mano como he practicado.

Pero a Mohamed le tiemblan las rodillas y no termina de decidirse. Escoge una presa y de inmediato la desecha argumentándose cualquier excusa, y sigue buscando. Entre los viajeros se encuentra un joven que oculta su mirada bajo una gorra y que se mueve de forma sospechosa. Mohamed se reconoce en su estrategia. También él persigue carteras ajenas. Lo observa con detenimiento, ve cómo finge tropezarse para abalanzarse sobre un hombre bien vestido que le ayuda a incorporarse. ¿Habrá logrado su propósito? Mohamed intuye que sí al verlo descender en la siguiente parada. Lo sigue mientras medita cómo hacerle la propuesta que se le ha ocurrido en ese mismo instante: Me llamo Mohamed Zineddaine, soy director de cine, estoy preparando una película donde sale un carterista de tu edad. ¿Te gustaría participar?

Todos robamos, se dice más tarde Mohamed, consciente de que el guion de su próximo filme se basa en recuerdos de su infancia. Retazos de las vidas de vecinos que se quedaron grabados en su memoria y que ahora han aflorado. El protagonista masculino es un vendedor de pescado que roba carteras en garitos de apuestas. Lleva toda la mañana intentando comprender cómo se siente su personaje y ahora se pregunta si no es él mismo un ladrón. Utiliza historias ajenas como piezas de un puzle sin preguntarse si molestará a los propietarios de esos momentos. Hoy andaba buscando al personaje y ha encontrado por qué trabaja precisamente de ladrón, y quizás también al actor.
Las fotos que acompañan al texto pertenecen al rodaje de la película «La guérisseuse» de Mohamed Zineddaine, cuya proyección en Kenitra ha inspirado este artículo.
Buen texto, con buen ritmo. Mis felicitaciones.
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Gracias, amigo. te recomiendo ver la película si alguna vez tienes la oportunidad.
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Buen dia. Voy tras tus letras desde hoy. Grandioso encuentro para mi.
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Muchísimas gracias por el comentario. Eres siempre bienvenido.
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Hola Alberto
Todo blog literario tendría que tener bien explícito un cartel o banner que dijera algo así:
> Soy escritor y todo lo que digas o hagas puede aparecer algún día en este blog.
El que avisa no es traidor. 🙂
Un abrazo
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Yo creo que incluso debería llevar un mensaje así escrito en la frente.
Un abrazo.
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Extraordinario, amigo.
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Muchas gracias, me alegro de que te haya gustado.
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