
Primera visita a Marruecos, con mi hermano y amigos. Nuestro objetivo era ascender hasta la cumbre del Tubkal en el Alto Atlas. Compré un turbante azul en cuanto tuve oportunidad. El propio vendedor me enseñó a anudármelo como premio por mi desinterés en el regateo. Lo repetí para asegurarme de saber colocármelo sin ayuda y me lo dejé puesto mientras paseábamos hasta una cascada cercana. Me sentía integrado, disfrazado así de turista amante de lo exótico. Al día siguiente, nuestro guía Ibrahim impuso un ritmo lento en nuestra travesía de dos jornadas hasta la cumbre. Quizás el Ramadán le impedía ir más rápido, o puede que notara la fatiga de la lady inglesa que se nos había acoplado. O simplemente había aprendido a avanzar con pasos cortos para que disfrutáramos del paisaje sin fatigarnos. Consiguió que fuera un espléndido día de senderismo. Introdujimos en nuestro lenguaje la expresión “a lo Ibrahim” para solicitar que se afloje la marcha. Al subir una montaña no debes sentir que estás entrenando, sino que te transforma la sobrecogedora belleza de la Naturaleza.

Dormimos en un refugio por encima de los tres mil metros, arropados por las montañas. Ibrahim preparaba el té, nos cuidaba y hablaba poco. Sin embargo, nos asustó con un discurso inesperado. —Sufrir mal de altura, —decía—, es imprevisible y aleatorio. Aparece a partir de esta altitud y le toca a uno de cada cinco. —¿No es acaso ese el número de miembros de nuestra expedición—? Comienza con un suave dolor de cabeza que se incrementa rápidamente. Algunos dejan de ver con nitidez, se les nubla la vista. Otros sienten que todo les da vueltas. Si esto ocurre, hay que pararse para mitigar los efectos. Los vómitos son la señal para descender, pero de manera suave para evitar efectos irreparables en el cerebro. —Al ver nuestras caras, sonrió y nos calmó con sus trucos para reducir los riesgos: subir despacio, pernoctar a mitad del camino, beber agua y tomar azúcar.


Ibrahim nos repartió caramelos al despertar. No había amanecido y ya caminábamos en la oscuridad, alumbrados por la luz de nuestros frontales. Estaba orgulloso de haberme colocado el turbante yo solo. Pasear de noche por esas montañas era una experiencia mágica. Me dejaba arrastrar por la asombrosa calma del entorno. Avanzábamos lentamente en fila de a uno. Nos parábamos a mirar alrededor y así disfrutar de cómo la luz acariciaba las imponentes crestas. Nuestro guía nos recordaba que bebiéramos agua. Al levantarme después de devolver la botella al fondo de la mochila, noté cómo mi cabeza comenzaba a latir. Sentía cada pulsación en las sienes como si el corazón se hubiera instalado junto al cerebro. No les dije nada, temía que los demás se preocuparan. En silencio, vigilaba que mi visión fuera nítida, que no me mareara. Los latidos incrementaban y retumbaban fuertemente. Comprendí que era uno de los elegidos que sufren el mal de altura y supe que no llegaría a la cumbre. Pero si confesaba lo que me ocurría, por precaución, cancelaríamos la ascensión y, como un regalo a los compañeros, decidí guardar mi secreto, aún a riesgo de vomitar en cualquier momento.


La presión aumentaba en mi cabeza y sabía que pronto tendría que detenerme, pero cada paso que daba era una pequeña victoria que nos acercaba al objetivo. Quizás consiguiera que el momento de forzar la parada llegara tan cerca del final, que al menos ellos pudieran coronar. Sentía cómo ardía mi cabeza y casi oía los latidos desbocados, pero la visión permanecía estable. Distinguía a lo lejos los pueblecitos del valle sin problemas Me llevé las manos a la frente para comprobar la temperatura y también pasé los dedos por la nuca, tropezando con los pliegues del turbante. Este se desató y cayó sobre mis hombros, liberando por completo la presión que me torturaba. De repente, me sentí relajado y dejé de notar la pulsación acelerada. Me había anudado tan fuertemente el turbante, que provocaba que la cabeza se gangrenara. Ibrahim reía a carcajadas mientras le conté lo que me había ocurrido y me lo colocaba de nuevo, con suavidad, sin forzar. Señaló la cumbre y me dio ánimos, asegurando que apenas faltaban veinte minutos. El camino restante lo hice entre risas, vergüenza por lo ocurrido y lágrimas por lograr algo que daba por perdido. Y al llegar me convertí en una persona diferente: no he vuelto a atarme un turbante con todas mis fuerzas, ahora lo anudo “a lo Ibrahim”.

Algunas de estas fotos fueron tomadas por la montañera Fernández, aprovechando que no sufrió ningún trastorno durante la ascensión.
Madre mía Alberto!!!Eres único!!
Enhorabuena porque pese a las adversidades del camino….coronaste la cumbre!!!!!
Me recuerda mi ascenso a la sierra de Gredos…..aunque yo sin turbante….jejejejeje
Besossssss
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¿Y qué te pasó en Gredos?
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Je je. Yo también me acuerdo muy bien de todo… la lady, Ibrahim, nuestros regateos torpisimos. Un viaje único!
Un besazo de una no elegida!
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Gracias, Mónica, no elegida, por pasarte por aquí para reconocer que todos somos alegidos a la hora de regatear… Un abrazo.
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Anda que……!!! Jajaja. Muy divertido. Las cosas únicas que le pasan al elegido. Menos mal que estaba Ibrahim!
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Si pudiéramos tener un Ibrahim siempre a nuestro lado…
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Jajajaja me ha encantado el relato, estas cosas solo te pueden pasar a ti. Besos
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Gracias por hacerme sentir único…
Un abrazo.
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Divertida historia, me parecia estar ascendiendo contigo. Deseaba sentir el aire en la cara al llegar a la cumbre.
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La próxima vez podemos subir juntos.
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Disfruté mucho de tu relato. Hiciste que sintiera que yo también estaba recorriendo ese camino…
Un abrazo.
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Muchas gracias. Así da gusto.
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Me encanta, serías un cuentista estupendo, jajajajaja, buena experiencia.
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Me alegro de que te haya gustado. Es un gustazo compartirlo con vosotros.
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Bonita excursión, siempre me ha gustado subir el monte, y hacer senderismo. Si sabes apreciarlo es algo fantástico. Saludos,
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Estoy de acuerdo antoncaes. Personalmente me encanta hacerlo en esta época. Disfrútalo.
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Que relato más hermoso. Sé lo que se siente con el mal de altura, de seis personas que fuimos a Cuzco para ascender al Wayna Pichu me tocó a mi. Recuerdo que no me podía mover, era como si el cielo pesara presionándome hacia la tierra. Tuve que parar y quedarme dos días en Cuzco, pero luego se me pasó y subí. Ese ascenso, aún débil y algo mareada, es una de las experiencias más gratificantes que recuerdo. Gracias, Alberto.
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¿Y probaste a quitarte el turbante?
Muchas gracias por tus palabras de apoyo. La sensación en la cumbre es siempre emocionante y única.
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Ameno, y bien redactado.
Salam Aleikum
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Muchas gracias fran.
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Graciosísima la vivencia del turbante, me acuerdo como si fuera hoy…
Abrazo hermano!
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Gracias a ti por aguantarme.
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