Bajo el agua no puedes gritar

Cuando era niño me daba miedo el agua, sentía que no flotaba, así que evitaba cualquier actividad acuática fingiendo que no me apetecía bañarme. En mi infancia ya estaba incluida la natación en el programa de educación física. Todos los años iba una clase a la piscina en la hora de gimnasia. Pero cuando estaba en quinto fueron los de sexto, y cuando pasé de curso les tocó el turno a los más pequeños. Así me fui librando de la natación como el que juega al cogido. Años después, en el instituto, un día nos preguntó Don Tomás quién no sabía nadar y le mentí. Algunos amigos cuchichearon al oírme, pero me mantuve firme en mi posición y tampoco aproveché aquella oportunidad.

Fingiendo desinterés por el baño

Tuvieron que pasar muchos años, hasta que cumplí los veinticinco, para atreverme a lanzarme, literalmente, a la piscina. La monitora nos indicaba cómo mover los pies o introducir correctamente la mano en el agua, pero mi problema era que no flotaba. ¿De qué me sirve aprender a respirar si presiento que me voy a ahogar y el terror se apodera de mí? Estaba convencido de que mi cuerpo se hundía sin remedio por mucho que moviera los brazos y las piernas. Un día, sin saber cómo, descubrí que la clave estaba en hacer pequeños movimientos para mantenerme a flote y que me estaba hundiendo precisamente por la violencia de mis esfuerzos.

Tras el tallín jebeli

Gracias a aquellos cursos aprendí por fin a nadar. De no haberlos hecho, me habría perdido un montón de experiencias en Marruecos. Ahora que reflexiono sobre el asunto, me asaltan los recuerdos uno tras otro, como las olas que llegan incansables a la orilla. Tan nítidos que me parece estar de nuevo bañándome en playas de todo tipo, en pozas ocultas tras la arboleda, en refrescantes embalses y canales y, por supuesto, en lagos y ríos de cada rincón del país.

Un refrescante baño

No lejos de Sidi Taibi está la Plage des Nations. La he frecuentado los veranos y siempre me ha fascinado observar allí a la gente. Los niños, que tan pronto ríen como lloran cuando les alcanza el agua, las jaimas que preparan con sábanas y mantas para protegerse del sol, las mujeres que se bañan vestidas y la impresionante cantidad de socorristas que desfilan por la orilla para lucir su moreno. Después de un rato al sol, me suelo meter al agua. El oleaje del Atlántico es poderoso y provoca un estallido de gritos cada vez que una ola arrastra a los jóvenes que, por precaución, se han metido solo hasta la cintura. Yo, en cambio, prefiero nadar mar adentro para dejarme flotar en la superficie mientras me relajo. Muevo ligeramente las manos (ya no me hundo) y me dejo llevar por la corriente. La superficie me cubre las orejas y apenas oigo nada. Adoro esta sensación de sosiego, como si el tiempo se detuviera y fuera un momento para disfrutar del agua. Nada malo puede ocurrir. Un insistente silbato me saca de mis reflexiones. Primero pienso que alguien necesita ayuda y más tarde me doy cuenta de que se refieren a mí. Quieren que regrese a la orilla. Así lo hago, sonriente después del agradable baño.

Día de playa

Con el tiempo descubrí que prefería la playa de Mulay Buselham porque hay restaurantes de pescado en el pueblo. Me parece estar ahí mismo escuchando las historias del abuelo de Muhsin. Mi amigo se queda en la arena mientras me doy un baño. Un agradable frescor me sacude la espalda al sumergirme. Nado luchando con las olas que pretenden devolverme a la orilla. Me alejo del gentío y la paz me invade. ¡Nada malo puede ocurrir! De golpe comienzan los gritos. Un chaval brazea desesperado a pocos metros de la barca donde se encuentran sus amigos. Nadie se lanza a salvarlo. Nado tan rápido como puedo hacia él y cuando me acerco, le aproximo mi codo para que se agarre. El chaval, aterrado, se me abraza al cuello. Me hundo bajo su peso. Intento deshacerme de él. No lo consigo. Cada vez me aprieta más. Me entra el pánico a mí también. Le empujo, pero no se suelta. Tengo la cabeza bajo el agua, ni siquiera puedo pedir auxilio. ¡Suéltame! ¡Nos vamos a ahogar los dos! Otro joven se sumerge, le da un empujón hacia la barca y consigo liberarme. Por fin respiro. Veo cómo lo rescatan mientras sus amigos le insultan. Muevo ligeramente las manos, floto sin problemas. Menos mal que hice aquellos cursos de natación. ¿Debería ahora hacer uno de socorrismo?

13 comentarios sobre “Bajo el agua no puedes gritar

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  1. Aunque nunca he disfrutado de esa sensación que narras al nadar en el mar, me parece estar viéndote a lo lejos cuando lo narras. Para mi hijo mayor el mar es su paraíso de relajación.
    En cuanto a lo de hacer un cursillo de socorrismo… tú mismo, ya ves que no es nada fácil salvar a quién se está ahogando. He pasado un buen rato leyéndote. Hasta otra.
    Saludos

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  2. Hola Alberto, Ahora soy consciente de lo que se disfruta en el agua, yo también aprendí de muy muy mayor a nadar, necesite un gran empujón para decidirme a hacer los famosos cursillos.
    Ahora lo agradezco.
    Un beso.

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    1. Me alegro de haberte llevado a rastras a la piscina y de haberte animado a que te tiraras de cabeza tú solita.
      Disfruta de la piscina, es un placer increíble que nos ayuda a olvidarnos de los problemas.

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  3. Creo que te hace falta completar la natación con un cursillo de socorrismo básico. Nunca hay que dejar que se agarren al cuello y pierdas la capacidad de movimiento, pronto llega el verano, je,je.

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    1. Eso de que no hay que dejar que te agarren del cuello me lo ha dicho todo el mundo, pero yo no era consciente en absoluto.
      Efectivamente creo que debería buscar un curso de socorrismo básico.

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