La visita

Pensé que no vendría, que por unas cosas u otras al final se echaría atrás, incluso con el billete ya comprado, y que estaría durante meses relatando una y otra vez por qué no cogió el vuelo, como hizo aquella vez que acabó en el hospital por un principio de neumonía.

Sin embargo, aquí está, a la hora prevista con su inconfundible pantalón de pana marrón que ahora le queda un poco grande y su habitual ¡Me han conocido, chiquito! En el avión, tú, me han conocido. Claro, no ves que he visitado millones de casas haciendo chapuzas desde los cuatro añitos. Primero a pie, luego en la moto y al final con la furgo.

Desde los cuatro añitos

No termina de sorprenderme que, a pesar del cambio de país, continúe con sus historias, como si aún siguiera en Soria, como si no viajara a Marruecos hoy por primera vez. Aunque ahora que dejamos atrás el aeropuerto, me pregunto por un instante si habrá sido buena idea invitarlo.

En cuanto nos adentramos en la medina, se pone en cabeza haciéndome ver que será él quien guíe, aunque no conozca el terreno. Observa atentamente a la gente que viene y va para escoger el recorrido y acabamos en el mercado de abastos de la zanqa Buqrun. Se para y mira todo al detalle en completo silencio, buscando algo igual que cuando me llevaba a por setas de cardo y se acuclillaba para atisbar el brillo del rocío.

El brillo del rocío

Primero se queda mudo un buen rato, pero al poco, súbitamente, ya no hay quien lo calle. A cada cosa que le llama la atención, suelta algún chascarrillo. Aquí un carromato desvencijado. Uno de esos me tengo que comprar. Allí una quincallería de mala muerte.  Podría poner un puesto con todo lo del taller. Un ciego que pide limosna: Ese es rico, te lo digo yo. Un cacareo: Ya sé dónde vender los huevos de las gallinas. ¡Somos ricos, somos ricos! ¡Ricos, ricos! Y se marcha brincando al ritmo de la canción de alguna vieja película.

Al principio no se ha percatado de las miradas de reojo, pero ahora que se va convirtiendo en el centro de atención, está encantado. Incluso se adelanta un hombre entre la multitud para saludarlo. Hombre, Alberto. ¿Cómo por aquí? Pues aquí con mi chico, ya le he dicho que soy un tío muy famoso, no ves que he ido de casa en casa desde los cuatro añitos. Me alegro mucho de verte, le acaba diciendo. La visita le ha puesto de un inesperado buen humor. Mejor así.

Cuanto más destartalado, más le gusta. Cuanto más lo miran, más vocifera. ¿Quién pita? ¡Me habrán conocido! Cuanto menos comprende las cosas, más fuerte habla y confunde así al que sale del hammam con un bañista y le da indicaciones erróneas a una turista extraviada.

Buqrun preparado para la visita

Tengo hambre, chiquito, vamos a pararnos aquí mismo. A mi padre, tan goloso como siempre, no se le ha pasado por alto un puestecito que vende milhojas y tartaletas de crema. A voces se hace entender con el tendero y se sienta en una fuente reseca junto a unos paisanos a los que les explica que dejará el de kiwi para el final porque es su favorito. Aquellos hombres le siguen la corriente como si lo entendieran.

Retomamos el paseo con energías redobladas y parece tener aún más ganas de comentar cada rincón del mercado. Un puesto que vende café: Cómprame un quilo, que tengo preparado un molinillo en casa. Unos pimientos esparcidos en unos sacos: Podemos vender aquí lo del huerto. Una pareja de militares: Esos hicieron la mili conmigo en Melilla. Solo al probar el amlu se calla un instante mientras se relama del gusto. Esto es un manjar, tú, concluye.

Las relucientes tiendas de la rue des consuls no le interesan en absoluto, en cambio, la yotia que se despliega en una plazoleta adyacente le resulta la cueva de Ali Baba. Observa maravillado los mil y un artículos que le despiertan recuerdos de infancia. Un lavabo como el de su abuela Emilia, unas monedas del Amadeo como aquella que encontró en el Molino Colorado. Todo pareciera preparado para ponerlo melancólico. Pero, hombre, ¡cómo no me has traído antes aquí!

Cuando se cansa de curiosear cachivaches y trastos viejos y de molestar a los tenderos, comenzamos el descenso hacia el río, pero se para en seco para amenazarme con instalarse en Rabat conmigo. No ves que te echamos mucho de menos.

Mi padre

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