Omar respira agitado, le suda la frente, como si hubiese corrido, en sus puños acumula la rabia. Mira hacia los lados, busca una mirada cómplice, no la encuentra. Además, le tiemblan las manos y le han entrado ganas de llorar. Pero se las aguanta. No piensa darles esa satisfacción. Nunca se había sentido así, sus pensamientos se arremolinan sin control y rebusca aturdido una explicación. Tiene muchos amigos y jamás ha sido el objeto de sus burlas, pero esta mañana la clase entera se ha girado para reírse de él. Incluso Filali ha contribuido al escarnio. Y todo por culpa de la consentida de Jadiya, o eso cree Omar, que necesita con urgencia una diana para su frustración. Solo entonces se percata de la sangre que tiene en la mano. Revisa en su memoria, no identifica con qué se ha cortado. Jadiya estaba leyendo su redacción sobre Ualili, las ruinas romanas junto a Mulay Idris. Sus padres incluso le han comprado un libro con fotografías a color para que se luzca mostrándolas. Ni siquiera ha tenido que esforzarse en hacer una descripción decente para conseguir el beneplácito del maestro. Se ha limitado a resolver pizpireta que una imagen vale más que mil palabras. El profesor Filali le ha pasado las hojas mientras Jadiya sonreía orgullosa, sabedora de su triunfo. A Omar le cansa su éxito.


Sin embargo, esa compañera sabelotodo que tanto detesta le ha traído hoy recuerdos de su abuelo. Los del día que le mostró el mayor tesoro de la región. Aquella mañana lejana (en realidad hace apenas tres años) el abuelo Ahmed, tan anciano que nadie sabía con certeza su edad, se calló los dolores que le habían impedido dormir y clavó la mirada en el pequeño Omar. Sintió que quizás era la última oportunidad de viajar juntos. Le preguntó si le asustaba la velocidad y el niño sacó pecho como respuesta. Cogió la moto de su hijo sin pedirle permiso y antes de que nadie en casa los echara en falta, ya iban abrazados, nieto y abuelo, sobrevolando por la carretera que une el aduar de Ben Auda con el de Sidi Aiesh. Pasaron por delante de unos manzanos plantados sobre unos terrenos que habían pertenecido a la familia. Ahmed soltó un escupitajo tremendo como maldición, pero permaneció en silencio, dispuesto a disfrutar del tiempo con su nieto.
Las malas hierbas y el tiempo han cubiertos la olvidada población de Tamusida, pero el abuelo Ahmed la describía con tan lujo de detalles que a Omar le parecía verla allí mismo. Sobre un montón de piedras, el anciano le habló del fabuloso saladero de sardinas, donde llegaban las barcas desde el mar, remontando las aguas del río Sebu. Omar incluso acabó sintiendo el olor del pescado a la brasa y le entró hambre. Su abuelo hablaba de las construcciones de Tamusida, enterradas bajo un enorme montículo de tierra, y de su antiguo esplendor. No mencionó Ualili en ningún momento, aunque fuera más famosa. Y Omar le dio la mano a su abuelo como si de esa forma sellaran un pacto, el de devolver algún día la merecida fama a aquella ciudad.

Ahora Omar recuerda lo ocurrido a la perfección, las imágenes se repiten en su cabeza. Hace un rato, apenas diez minutos antes, ha levantado la mano para pedirle la palabra al profesor Filali, que ha sospechado desde el principio, ya que Omar nunca se ofrece voluntario para intervenir en clase. Le ha preguntado con brusquedad qué es lo que quería, como advirtiéndole por si el muchacho pretendía interrumpir tan solo para hacer alguna broma de mal gusto. El chico, orgulloso de atesorar un secreto, ha dicho que en Sidi Aiesh, bajo la tierra, se esconde Tamusida, la ciudad más impresionante de la historia. Ha exagerado un poco para despertar la atención de sus compañeros. El profesor, a pesar de la sorpresa, no ha tenido piedad con él: ¿Tamusida? Son solo un montón de piedras. Si aún me dijeras Banasa o Lixus, tal vez, pero ¿quién quiere visitar Tamusida? Sus compañeros han estallado en risas y Omar ha roto el lapicero que tenía en la mano. No por las burlas, sino por haberle fallado a su abuelo, por no haber cumplido su palabra. Por no haberlos deslumbrado con la descripción fabulosa del saladero de Tamusida que le escuchó a Ahmed. Ha apretado fuerte el puño, como aquella mañana lejana, quizás para que su abuelo no se perdiera en el olvido.

Alberto, me encanta como enganchas al lector y lo llevas tu terreno, dan ganas de vivirlo todo. Gracias por compartir las experiencias. Un abrazo
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Es un placer hacerlo. Gracias por los ánimos y por tu fidelidad.
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¿Pero qué edad tiene el abuelo para recordar el esplendor de Tamusida? Si se supone que únicamente quedan unas malas ruinas…
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Es lo que tiene la tradición oral, que parece que lo ha visto uno mismo con sus propios ojos.
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