
Tiempo después de dar por concluida mi primera novela, me topé con el anuncio de un curso de escritura creativa impartido por un autor marroquí. Meses atrás, mientas relataba mi historia del hammam, no había sentido la necesidad de aprender a hacerlo, al contrario, me parecía que tan solo tenía que reflejar lo que iba surgiendo de manera natural según frecuentaba los baños. Sin embargo, de forma espontánea, al ver aquella oferta formativa, comprendí que era un impostor que se había plantado una etiqueta sin haber pisado la escuela. Quizás para eliminar esa sensación, decidí apuntarme sin importarme que el curso fuera en francés. Lo esencial era justificar lo que rezaba mi tarjeta de visita: escritor.

Los alumnos del grupo éramos tan dispares que resultaba cómico escucharnos, sobre todo a mí, con mi terrible francés. Desde el principio, lo único que me interesó fue atender las explicaciones del profesor. Me imponía su media docena de libros publicados. Se convirtió en la llave maestra para mis dudas. Le escuchaba concentrado y me satisfacía enormemente comprobar que, algunos de sus consejos, coincidían con conclusiones a las que ya había llegado por mi cuenta. Un día, nos confesó que siempre llevaba una libreta en el bolsillo. ¡Igual que yo! Anotaba todo lo que se le iba ocurriendo. Si no lo hacía así, corría el riesgo de olvidar algún argumento brillante para quizás la novela de su vida. Le mostré orgulloso la que yo llevaba, con sus docenas de páginas manuscritas. Como si tuviera que demostrarle que iba en serio.

El maestro nos contó que a veces, se desvelaba en mitad de la noche y transcribía sus sueños durante horas, para luego usarlo en algún relato. No se debe despreciar ninguna idea, nos dijo. ¡Qué pereza! ¡Con lo que me gusta dormir de un tirón! Además, los sueños rara vez tienen sentido al despertar. ¿Cómo va a guardar coherencia con el relato que ya tengo a medias? No me convencía aquella idea. En cambio, de camino a casa, iba repasando la multitud de libretas que utilizaba. Una minúscula que dice Cinéma Rif para el día a día, una más grande con el logo de un festival tangerino para los borradores del blog, el cuaderno de notas comprado diez años atrás en exclusiva para los vestuarios del Meshi shughlek.
Esas ya las tenía en aquel momento, pero desde entonces el listado no ha dejado de aumentar. Los cuadernos de notas se han convertido en un regalo frecuente y ya tengo los estantes llenos. Ahora cada una tiene un propósito diferente: un proyecto de novela se merece un cuaderno de tapa dura; si voy a caminar sin descanso por Fes, mejor utilizar una libreta minúscula con el inconfundible sello de Luigi; para los encuentros culturales, me gusta utilizar la inacabable libreta alargada del Tres Festival; así cada asunto tiene definido su propio espacio.

El problema surge cuando, con el paso del tiempo, voy cambiando de criterio y lo que comencé anotando en una, lo continúo en otra, y cuando por fin quiero darle la forma definitiva a la historia, me falta siempre algún fragmento, y entonces siento que ya no podré escribirla correctamente. O, aún peor, el cuaderno amarillo no aparece y he perdido lo que escribí durante un concierto aisaua, y con él, la montaña rusa de sensaciones que viví mientras los escuchaba. Y casi concluyo que estoy dando más importancia a tomar notas que a la propia escritura del relato y entonces comprendo que me he desviado del camino, porque nunca una acuarela rápida de Delacroix fue más importante que el óleo que pintó diez años después. Y si Delacroix revivió sus sensaciones pasado tanto tiempo, ¿no podré yo también hacerlo? Y finalmente me doy cuenta de que, aunque no he escrito ni una línea de la distopía de Sidi Yhia tras el tsunami, no dudo de la materialización futura de ese relato, y que sin haber anotado ni un diálogo del robo de un Gharbaoui, tengo presente la obra de teatro en la que ocurrirá. Y finalmente, surge una pregunta que lleva tiempo rondándome: ¿Cómo le voy a exigir a un lector que recuerde una historia después de leerla que yo mismo no soy capaz de retener durante apenas unos días?
Sigo tomando notas cuando viajo. Me ayuda a pensar y a reflexionar mejor, pero estoy seguro de que ningún relato que merezca la pena necesitará ser anotado. ¿Cómo va a ser verdaderamente interesante si me hace falta apuntarlo para recordarlo?
Alberto, tiendo a estar de acuerdo contigo y sin embargo, también creo que es interesante apuntar las buenas ideas, que a mí muchas veces me surgen corriendo o conduciendo.
En esos momentos, las grabo en una nota de voz del móvil, para poder quitármela de la cabeza y seguir creando. Si no, me paso todo el tiempo pensando en ello, para estar segura de recordarlo y así pierdo el momento de inspiración.
Gracias por tus relatos
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Precisamente lo que quiero es seguir dándole vueltas a la idea hasta que coge su forma definitiva.
Tenemos simplemente formas diferentes de enfocarlo.
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Hola Alberto
Lo más surrealista que le leído sobre esto de los intercambios de cuadernos de notas fue cuando alguien estaba totalmente convencido de que el asesino de cierta novela de suspense se encontraba en otra novela. 🙂
Un abrazo
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Pues ahí tienes otra historia que contar.
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