
Nuestra clase de francés termina a las nueve de la noche. Los jardines que rodean al edificio de las aulas están poco iluminados. Nos reconocemos mutualmente en la penumbra por las voces familiares. En el portalón de la salida del recinto nos saluda en árabe el encargado de seguridad. Es la señal que nos devuelve a Marruecos después de dos horas en las que nos parecía vivir en la Île-de-France. La siguiente señal me hace reír irremediablemente. Los coches que esperan a los alumnos se apelotonan haciendo que el tránsito de vehículos sea imposible. El eterno coro de bocinas y gritos que asoman por las ventanillas nos alejan definitivamente de Montmartre. En la acera esperan los hombres envueltos en sus vestimentas invernales a que salgan sus mujeres e hijas. Lo más cerca posible de la entrada. Como si ellas no pudieran dar un solo paso solas. No es un gesto amistoso, sino de protección. Igual que si fuera una guardería. No me acostumbro a este control. Me enfada todas las veces por igual. Es un comportamiento que me resulta extraño, que me incomoda. Intento habituarme a estas cosas. En cualquier caso, no puedo hacer nada al respecto.
Camino por la avenida Mohamed V que todavía está llena de transeúntes a pesar de hacer frío. A veces me encuentro con algún conocido y me paro un instante a saludarle y nos prometemos tomar un café juntos uno de estos días. Entonces me adelanta algún compañero de clase que me saluda en francés, prolongamos así nuestra fantasía de encontrarnos en Europa. El martes pasado se cruzó una chica que se sienta en la mesa del fondo. Es muy tímida y le cuesta hablar en público, incluso ante nosotros. Levanta la mano levemente para evitar tener que hablarme y se aleja con los libros fuertemente agarrados contra su pecho. El amigo con el que hablaba hace un comentario sobre ella. Me pide su número de teléfono. No lo tengo y me alegro de no tener que mentirle para no dárselo. Mañana estaré ocupado. Mejor quedamos el domingo o la semana que viene. Reemprendo mi marcha por la avenida que alterna iluminadas aceras por los atestados restaurantes de pollos y oscuros descampados de construcciones paradas desde hace tiempo.

Delante de mí hay una pareja que camina despacio. Reconozco la figura femenina. Se trata de la chica que antes me saludó tímidamente. No quiero que se sientan incómodos por mi presencia y aminoro mi marcha hasta prácticamente pararme. Él le agarra de la cintura. Ella se deshace del abrazo. Siempre me han gustado estos juegos juveniles. Me siento como un espía que vigila sin ser visto. Ella comienza a caminar más deprisa y él la sigue entre risas. No tiene problema en alcanzarla tras dar un par de ágiles zancadas. Me parecen un par de seres mitológicos que juguetean ajenos al mundo que les rodea. Ella interpreta a la perfección su papel de ninfa que finge no desear compañía. Se paran y ahora parecen discutir. Me enternecen sus gestos y me gustaría seguir observándoles por siempre, pero ella me descubre y me llama por mi nombre. Me pide que le acompañe hasta casa. Supongo que su amigo no puede hacerlo y seré yo él que le reemplace. Como un padre que recoge a su hija a la salida de clase. Saludo al chaval, que dice llamarse Karim y que no parece divertirle la broma que hago sobre su nombre.

Meriam, que me recuerda cómo se llama, comienza a hablarme atropelladamente. Su timidez habitual desaparece. Mezcla los idiomas asustadas. No los conozco de nada. Uelu. Es la primera vez que lo veo en mi vida. Se pega a mí y dice que vaya mañana con él y unos amigos a un viaje organizado. Le digo que no puedo, que me deje en paz, que quiero estar sola. Pero no me deja, me agarra del brazo. Me dice que soy muy guapa. Me llama gazelle una y otra vez. Ven conmigo, gazelle. Nos lo pasaremos bien. Sé que te gusta, gazelle. No te hagas la tímida conmigo. Sé que has estado con un amigo. Nadie se va a enterar si no quieres. Me giro y veo que el chaval sigue detrás de nosotros. Ya no le encuentro nada mitológico en su caminar entre las sombras. Yo giro por aquí. ¿Quieres que te acompañe hasta casa? No hace falta. Pero y si aparece Karim. Alberto, siempre hay un Karim que nos persigue. Estamos acostumbradas. Nos vemos el jueves en clase.
Condena para todos los karim!!
Apoyo y libertad para la mujer marroquí!!
Un Beso Alberto
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Gracias por decirlo tan claro.
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Muchas emociones en pocas líneas ágiles y certeras. Y, como dice Olgareb, tan contrapuestas…
¿Cuánto hay de Marruecos y cuánto de sí mismo en la conducta de Karim?
Dejo de lado tal reflexión y disfruto del texto. Como de un buen micro relato donde la segunda lectura nada tiene que ver con la anterior.
Ni siquiera Karim puede arruinarme la hermosa metáfora mitológica. ¿O era un símil?
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En Marruecos conviven los extremos y a menudo los confundo. Quise mostrar esas sensaciones contrapuestas.
Me alegro muchísimo de que te haya gustado. Y me siento de nuevo en séptimo de E.G.B.
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Me ha encantado Alberto…la pena es que exactamente real.
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Yo pretendía hablar únicamente de aspectos positivos, pero hay asuntos que surgen de manera espontánea.
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Hola Alberto
Mucho nos quejamos en el primer mundo del acoso sexual a la mujer. No me imagino una campaña como #MeToo en los países árabes en los que ‘siempre hay un Karim’.
Un saludo
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Por el momento yo tampoco me lo imagino. Gracias por entrar a comentar.
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Cuánto cabrón…y cuánta resignación por parte de las mujeres. Supongo que una de las grandes asignaturas pendientes para la sociedad marroquí es vencer el machismo existente, generación a generación lo irán superando, incha’allah.
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Incha Allah.
Hay muchos pasos por dar todavía.
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Hay que ver cómo puede un escrito cambiar tu estado de ánimo. Desde empezar leyéndolo sonriendo por las imágenes que representa, hasta acabar con el ceño fruncido por la misma razón.
Gracias Alberto, por acompañarla y por no ser un Karim.
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Gracias a ti por ser una Meriam.
Y por entrar a comentar.
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