Como cada noche de luna nueva, el conjuro pierde parte de su poder y los pobres niños encerrados consiguen recuperar el habla por unas horas. Pero entonces recuerdan que nunca lograrán huir del taller de Abdelghani Bouziane, donde están presos, y la estancia se llena de lamentaciones: ¡Qué desgracia la mía! ¡Con lo bien que vivía en la calle! Nunca debí seguirlo, pero es que fue tan amable conmigo… No tenía amigos y con él la diversión parecía asegurada. Como cada noche de luna nueva, entre metales, los niños prisioneros se consuelan escuchando cómo engañó a los demás: Me prometió que protagonizaría una obra de teatro. A mí me dijo que podría llevar una de sus marionetas descomunales. Pues a mí que contaríamos los barcos que cruzan el estrecho. Así pasan las noches de luna nueva los niños atrapados en las frías esculturas de acero mientras su carcelero se ausenta para hacer su acampada mensual con los incautos muchachos que han caído engatusados durante las últimas cuatro semanas.


Ahmed mira ensimismado la fogata que han preparado entre todos en una arboleda no lejos del Monte Viejo. Abdelghani le han encargado que prepare el té y está esperando a que hierva el agua. Una ráfaga de viento hace que su cuerpo tiemble. Y ese escalofrío echa su mente a volar: Hace apenas unos días dormía solo en una acera, soportando el frío y la lluvia y comía lo que encontraba por ahí tirado en la calle. Y ahora tengo techo y comida caliente y la suerte me sonríe. Y lo mejor de todo, estoy rodeado de un buen puñado de amigos. La tetera borbotea como compitiendo con la emoción que le invade al muchacho súbitamente. Lava el grano de té con movimientos automatizados y coloca de nuevo el recipiente sobre las brasas antes de que sus pensamientos regresen a la tarde que cambió su vida: Aquel domingo, antes de conocerlo, me encontraba enfermo, la cabeza me ardía y tenía fiebre. Además, me sentía como un auténtico desgraciado. Pero la intuición me llevó hacia el Zoco de Fuera y en cuanto escuché el sonido de un silbato lejano, tuve la corazonada de que mi vida estaba a punto de cambiar.

En el barrio todo el mundo quiere a Abdelghani, nadie sospecha ni remotamente el atroz aquelarre que se esconde detrás de su jardín de esculturas. Al contrario, a cualquier que le preguntes, te enumerará con profundo orgullo las actividades que realiza en la asociación Darna con los muchachos de la calle: divertidos malabares, talleres de percusión, coloridos disfraces y pelucas fabricados por ellos mismos, obras de teatro en dariya levantadas con ayuda de su cómplice Eric Valentin, marionetas preparadas con materiales reciclados, tardes de fiesta con música, globos y dulces, y, como guinda del pastel, los archifamosos pasacalles que enamoran a todo el que lo ve.
En el taller a oscuras, las quejas se van apagando, los niños presos se han cansado incluso de protestar y, además, saben que de nada servirá continuar. Solo les queda asumir su situación para toda la eternidad. Entonces, como cada noche de luna nueva, comienzan a oírse unos leves sollozos. Todos saben de qué se trata. El lamento proviene del recién encarcelado. Lleva apenas unas semanas siendo una escultura de acero y aún no ha aprendido a hablar, todavía no es consciente de que ya no tiene cuerdas vocales. Pero la memoria la conserva intacta, él también se dejó atrapar por la cháchara de Abdelghani. Su primera palabra es un grito de dolor y rabia.


Abdelghani comienza a canturrear su conjuro: memem, memem. Y sus secuaces rodean al elegido. Ahmed se sobresalta al principio, pero termina acunándole la hipnótica melodía. El escultor desalmado lo vigila sin pestañear y en cuanto cierra los ojos, saca una lámina de acero y la pone en el fuego. Ahmed sueña ahora con aquel pasacalles espléndido: la cofradía todavía en silencio atrae a niños y mayores de todos los rincones, Abdelghani ejerce de maestro de ceremonias, luce una chaqueta de terciopelo y da discretas órdenes a sus compinches, un silbato marca el comienzo, los tambores le siguen al compás y todos terminan dando palmas, alegres y extasiados. Y recuerdan que la muchedumbre siguió a la comparsa y cómo le sonrió Abdelghani. Oculto en las sombras, el escultor, como parte del ritual, golpea el acero mientras lo mira. Esta noche, como tantas otras, convertirá a un niño de la calle en una angustiosa escultura.
Hola Alberto
A veces, no somos conscientes de que las obras tienen vida propia y trascienden a sus autores.
Un abrazo
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Es verdad que algunas obras transcienden a sus autores.
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Chula la historia, sí señor!
Mi percepción es que tus relatos van tomando un gran nivel, enhorabuena!
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Muchas gracias hermano. Voy a meditar esto que dices. Muchas gracias.
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¡Que relato tan desgarrador! ¿Podrían las estatuas volver a la conciencia? A veces todos estamos petrificados en nuestra vida loca y de cuando en cuando una ráfaga de conciencia viene a nuestra mente, ¿como hacer para que esa ráfaga perdure hasta la próxima luna nueva? También a veces nos lamentamos en esos momentos de conciencia, en lugar de agradecer haberlos tenido…
Gracias Alberto por tus hermosas palabras.
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Me alegro de que te haya gustado y, sobre todo, de que hayas hecho tuyo el relato y lo hayas llevado a tuterreno.
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