El brazo de cemento y rocas que se extiende bajo la fortaleza parece hecho a propósito para admirar desde allí el esplendor de la alcazaba de los Udaya sobre la playa donde ya están jugando al fútbol algunos jóvenes. Son las siete y cuarto de la mañana y el banco de piedra permanece aún vacío. A unos metros, hay un hombre del Gharb que ha venido en bici desde la mahatta diel kiran para nadar en el mar. Realiza antes unas cuantas flexiones para entrar en calor. La mujer de pelo blanco, esa que parece la abuelita salida de algún cuento infantil, va y viene por el espigón ajena a las miradas de los pescadores que la observan mientras esperan en las rocas a que piquen los peces. Un barco de pesca, camino del embarcadero del río Buregreg, rompe el silencio con el inconfundible ruido de su motor. Un joven, que da por terminada la jornada, se marcha en moto con la caña en alto como si fuera la lanza de un caballero que se enfrenta en una justa medieval. Se cruza con un chico vestido con una camiseta del Barça que se sienta a esperar a los demás. Otros niños van llegando y amontonan sus bicicletas sobre el banco de piedra donde descansa el chaval.

Cubierta la cabeza con un gorro de tela azul, montado en una bicicleta que arrastra un carrito de la compra, cargando una enorme mochila roja a la espalda y con el mono de neopreno ya puesto, nada consigue distraer la atención de la larga barba blanca que luce Abderrazaq, que llega a las siete y media puntual a su cita diaria con los chicos de medina. Los chavales retiran sus bicicletas para que el profesor coloque la suya. Dos mujeres llegan caminando con sus hijos de la mano y lo saludan con respeto. Un hombre mayor pasa y le dedica un leve gesto con la cabeza. Abderrazaq deja lo que estaba haciendo para acercarse a besarle la mano y la cabeza. Continúan llegando más chavales, solos o acompañados, que se arremolinan en torno al monitor como las palomas con el anciano que les lanza pan en la avenida. Se acerca un padre con su hijo que no sabe nadar y quiere que aprenda. Abderrazaq le advierte que debería entonces haberle traído unos manguitos y le dice dónde puede comprarlos. Esta mañana le dejará unos que saca de la mochila. El hombre le da las gracias repetidamente, pero Abderrazaq no tiene tiempo para alabanzas. Bebe un trago de agua del bidón que lleva siempre y agarra el silbato que le cuelga del cuello: ¡piii! Tlaa, le dice a uno que estaba jugueteando por la orilla.

Comenzamos, hay que calentar. Se ponen a correr los niños junto a Abderrazaq hasta el final del espigón y, a toque de silbato, dan media vuelta y regresan entre risas. El chapoteo de sandalias crece y crece hasta que Abderrazaq hace sonar otra vez el silbato y el ruido se aleja de nuevo. Hoy no hay tantos chavales como otros domingos porque esta semana será el Aid y muchos ya se han ido de viaje. Tras la carrera toca calentar en círculo. Primero, saltos a pies juntos, y el profesor cuenta del uno al diez, uahed, yuch…, ashara; luego, una pierna adelante y la otra atrás, uahed, yuch…, ashara. Cambian de figura a cada golpe de silbato. Y Abderrazaq no para de hacer gracietas que los chicos le ríen con ganas: Shufia, shufia, ¿qué te pasa a ti? ¿Estás enfermo? Todos a una ahora suben y bajan los brazos y luego giran las cabezas en un sentido y en el otro, y que no falten las bromas para que no se pierda el buen humor.

Por último, toca dar brazadas en el aire, shufia mzien, mírame bien, meshi hakka, ¡así no! Y Abderrazaq da manotazos en el aire imitando al que estaba calentando con desgana. Sus compañeros se caen de la risa al ver las charlotadas de su monitor. Safi, ¡al agua todos! Justo entonces llegan un hombre jadeante y su hijo que llora porque se han quedado dormidos. Abderrazaq les dice que ya han terminado el calentamiento y que no pueden esperarlos. Trotad un rato por vuestra cuenta. El niño se pone de inmediato a correr hasta el final del espigón, se va secando las lágrimas porque no quiere tropezarse y hacerse una herida que le impida darse el chapuzón con sus amigos.

¡Este artículo tiene segunda parte!
¡Qué hermoso ver jugar y entrenarse a los niños en la playa! Gracias por recrearlo con tus palabras.
Me alegro volverte a ver por aquí.
Un abrazo.
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Gracias por acompañarme hasta la playa. El hecho de que esté por aquí es una buena señal en sí mismo. Un abrazo.
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El deporte nace (o al menos, nacía) de la calle, que no se pierda nunca porque aún no se ha inventado el medicamento que pueda hacer tanto por tí como el deporte.
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No había pensado esto de que el deporte nace en la calle. Personalmente prefiero correr al aire libre que en una tapis roulant de un gimnasio. ¿Cuándo vamos a una carrera juntos?
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Me encanta Alberto, como me gusta volver a leerte. Me has transportado a la playa, he visto correr a los niños y al monitor. Muchas gracias por esa magia que produces
María Pilar Sanz
Meapasionanloslunes.es
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Es que esa misma magia se me cruza delante de los ojos. No me queda más remedio que contarla.
Me alegro de que te haya gustado.
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