
Cuando me decidí a regresar a Marruecos en agosto de 2013 después de tres visitas en menos de un año, ansiaba pasar el tiempo con mi amigo Mohamed. Guardaba un hermoso recuerdo de nuestra excursión juntos cuando fuimos a la casa de sus padres. Esta vez embarcaba subido en mi propio coche y eso nos iba a dar mayor libertad para movernos. Ya conocía Assilah y Chefchaouen y confiaba en descubrir nuevos rincones. Iría de la mano de un local que me ayudaría a aprovechar la semana. Los días antes de mi llegada, habíamos hablado por teléfono y mi amigo no paraba de repetirme mrhaba, aunque me sonaba a que no creía que de verdad fuera, así que le remarcaba la fecha del billete. Ingenuamente creía que así se organizaría para poder hacer coincidir sus vacaciones. Pasada la alegría del encuentro inicial y con el té de bienvenida en la mano, enseguida descubrí que esos días en nada se parecerían a cómo los había imaginado.

Para empezar, Mohamed trabajaría de lunes a sábado y seguramente tendría que hacer horas extras en la fábrica. C’est la saison. Me miraba y reía mostrando que era una obviedad que todo el mundo conocía. Al menos al día siguiente era domingo y pudimos hacer una escapada con su mujer y el más pequeño hasta la gruta de Hércules. Tiempo después supe que era la primera vez que visitaban aquel lugar, a pesar de estar a tan solo treinta quilómetros de donde viven. El niño estaba feliz y los mayores no paraban de agradecerme el que les hubiera llevado allí. Y me sentía tan bien con ellos que no quise negarme a ninguna de sus peticiones. Así fue cómo sus hijos adolescentes acabaron sustituyéndole como compañeros de aventura en un viaje de tres días por el norte de Marruecos. Sin darme cuenta está abriendo la puerta hacer de niñero de unos ruidosos quinceañeros.

Salimos temprano. Afortunadamente se unieron dos primos de unos veinticinco años. Yo conducía, pero nadie me decía cuál era nuestro destino. Se limitaban a indicarme cuando debía girar, siempre en el último momento, forzando el volantazo. Sonaban Tinariwen y yo daba por hecho que les gustaría sus guitarras del desierto. Todos las detestaban. Fue la primera vez que comprendí la enorme distancia, no solo física, que hay entre el Sáhara y Tánger. Me ordenaron parar en Tetuán sin darme ninguna explicación. Caminamos hasta un mercado en el que compramos lo necesario para preparar la comida. Tuve que volver al coche antes que los demás cuando descubrí que allí mismo matarían el pollo, lo desplumarían y trocearían. Se burlaban de mí al verme tan pálido, con el estómago revuelto por los olores de los puestos de carne. Reanudamos el viaje y tomamos la carretera que llevan a Chefchaouen, pero giramos en algún punto a la derecha tomando un empinado desvío lleno de baches. El resto del trayecto transcurrió entre solicitudes (no aceptadas) de cambio de música, gritos, vómitos y continuas paradas para mear o hacer fotos que después colgaron en su muro de Facebook. Deseaba que ese viaje terminara de inmediato, pero aún restaban tres largas jornadas.

Cuando por fin me indicaron que ya habíamos llegado, nos encontrábamos en un paraje sin especial encanto. No entendía qué tenía aquel lugar de especial. Tuve que andar unos minutos entre la maleza para comprenderlo. Llegamos a una poza natural que las enormes rocas formaban en el río. Allí nos encontramos con Youness, un fabuloso fumador de sibsi (1) que relataba calenturientas historias de sus visitas nocturnas a Tánger. El frescor del río me ayudó a relajarme y a disfrutar del resto de la jornada. En esa zona ni siquiera había cobertura telefónica, así que estábamos ajenos al mundo exterior. Lo único por lo que preocuparse era por preparar el fuego y cocinar el tallín jbelí (2), como así lo bautizamos. Yo me dediqué a leer, a hacer fotografías y a asegurarme de que las frutas que bailaban en el río no se marcharan arrastradas por la corriente. Descansaba protegido por el espeso follaje de los árboles, observaba cómo se repartían las tareas y confiaba en conservar siempre aquellos amigos con los que pudiera compartir un día de campo, entre chapuzones, risas y comida sobre unas rocas. No querría volver allí si no es con ellos. Y tampoco sabría, los necesitaría a mi lado gritándome en el último instante cuando he de tomar el desvío.
(1) Señor agente, todo lo ilegal, inmoral u obsceno que aparece en el relato es ficción.
(2) Tallín jbelí no es solo un plato de cocina, sino un estado de ánimo.
Mi infancia está ligada a Ceuta y a Tetuán, aunque yo era muy pequeña y tengo vagos recuerdos; no obstante recuerdo el olor a té con hierbabuena y los juegos con una niña árabe en el parque de Sanamaro. Me encantaría volver. Gracias por tus relatos.
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Gracias a ti por pasarte a saludar. ¿Recuerdas alguno de esos juegos que mencionas?
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Lamentablemente no. Un abrazo
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Jajajaja, está bien así.
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Me he reído un montón!!lo tuyo es integración y lo demás tontería…Jijiji
Besossss
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En cuanto os empiezo a contar mis chorradas, os animáis más a participar…
Un abrazo Ros
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It was an amazing moment. We have to go there another time. Darooooooori
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Meshi darorr, DA-RO-RI!!!
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Gracias por compartir tu experiencia. Tengo muchas ganas de cruzar a Tánger, a ver si el próximo año puede ser… ¡Besos!
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Hola Ana. Tánger tiene un montón de historia y todavía guarda un montón de encanto. Te gustará. No dudes en pedirme ayuda o consejo.
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¡Gracias, Alberto!
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Ameno.
Salam Aleikum
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Gracias fran
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Yo creia que las quedadas en la junta de los rios con yincana infantil, eran lo mas. Ahora veo de donde tus ocurrencias para prepararlas.en Mayo no puedes faltar.
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Prometo volver!
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Muy curioso, te metes en cada ‘fregao’…
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No lo puedo evitar…
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Jajajajajja me he reído muchísimo con el relato de tu aventura de «ficción»😉
Te he acompañado mientras leía
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Me alegro de que te hayas reído. Una amiga siempre me dice que está a la espera de que empiece a contar mis anécdotas… Gracias por pasarte por aquí.
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