Debió de ser antes del atardecer cuando Tuda le confesó a su nieto cuál era su sitio favorito de Buahyab. Aparentemente un lugar como los demás. Quizás sea necesario pasar toda una vida allí para reconocer el encanto de su elección. Cerca de las acacias, pero a la distancia suficiente para evitar los excrementos de los animales que las rondan. La inclinación del terreno permite observar por completo la llanura, ligeramente reverdecida este año por las lluvias. La jaima de Baba Ibrahim se distingue con claridad. Unos montículos del terreno ocultan en cambio las de Ali y Mohamed, pero se aprecian los caminos que conducen hasta ellas. Las tiendas de las familias nómadas restantes, incluida la de Tuda, quedan a unos quilómetros. Allí viven ahora sus hijos y nietos. Sin embargo, la mujer señaló con determinación aquel enclave alejado de su hogar. Al cruzar por la pedregosa pista cercana, se diría que se trata tan solo de un montón de piedras, pero los suyos saben que bajo ellas se encuentran los restos de la abuela Tuda. En el punto exacto que ella misma señaló aquella tarde lejana. Una tumba solitaria, sin nombre, ni fecha.


No recuerdo cuando llegué aquí. La lata junto a mi cabeza lleva tiempo sedienta. Hace semanas que nadie la llena de agua. No me importa. Podría pasarme la eternidad observando esta tierra. Al alba, las dunas de Erg Shigaga no se distinguen de las montañas distantes. ¿Te habías fijado? Mientras te desperezas, también lo hacen sus arenas, que pasan del azul violáceo nocturno a su cálido anaranjado habitual. Las cabras, guiadas por la luna, se han dispersado y Lahsan se encarga de reunirlas. Algunas mordisquean las hojas de acacia. Vecino, tu desgastada mano te sirve de visera para protegerte de los rayos cegadores y así encontrar la bestia perdida que andas buscando. Cuando levantas la vara, siento que me saludas. Ntiminna aalik nhar zuin, si Lahsan! Tu hijo Zaid separa las tiernas cabritas de sus madres y las guarda en la empalizada de piedras que sirve de cuadra. Los balidos continúan incluso cuando el rebaño se ha alejado centenares de metros. Así sé que la vida sigue adelante. En la lejanía, una hilera de dromedarios avanza lentamente bajo la mirada de Baba Ibrahim, el más anciano de nuestro campamento bereber. Distingo su chilaba clara que le viste de pies a cabeza. Me pregunto si me recuerda.

No resuenan hoy las voces infantiles. ¿Las habrá enmudecido una tempestad nocturna? Un día llegaron unos extranjeros y construyeron una jaima que sirviera de escuela a los niños de nuestro rincón remoto. A menudo juegan antes de comenzar la clase. Pero cuando el viento arrecia y destruye todo a su paso, la ayuda no encuentra su camino y hace que no haya profesor que imparta las lecciones, que la escuela cierre y las risas se apaguen. El tiempo nos cubre de olvido como el siroco borra las huellas en la arena. Entonces el trabajo no falta para los pequeños. Hay animales que cuidar, agua que traer del pozo, pan que preparar en el horno. Pero ya escucho, hoy como en los últimos años, sus agudos chillidos que llegan hasta mi tumba olvidada. Caminan los niños con sus mochilas al hombro y llegan a la madrasa antes de las nueve. Después recitan la lección y, durante el descanso, su alegría inunda la llanura. Juegan a la pelota donde los hombres barrieron las piedras. Solo el rugido de algún todoterreno interrumpe el partido, van a saludar a los turistas para conseguir quizás una golosina.

Esta mañana resuenan otros acentos. Han debido de regresar los extranjeros. Todos se han acercado a verlos. Las mujeres dejan sus tareas para saludarlos. Se comunican mediante abrazos. La tabiba los explora uno a uno y escucha su letanía de dolencias. Habrán traído medicinas para paliar el sufrimiento de mis vecinos. Me invade la alegría al ver cómo los invitan a comer en sus austeras jaimas. Parten el pan en más pedazos que los demás días. Los niños corretean pletóricos de alegría. Charlan los albarráneos de regreso al campamento después de la cena. Se tumban sobre unas mantas y miran las estrellas. Nuestro cielo les fascina, parecen desconocer que están siempre ahí arriba. Gritan cuando alguna surca el firmamento. Aunque piden en silencio sus deseos, yo puedo oírlos con claridad. Que llueva. Que vuelva aquí el próximo año. Que Fatima siga estudiando en Mahamid. Que el bebé de Brahim nazca con salud.

La asociación Imagine da soporte en sanidad y educación a las familias nómadas de Buahjab. Me invito a que descubras su apasionado trabajo. Ha sido increíble acompañarlas en su última visita.
Me ha encantado , Alberto.
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Muchas gracias Rosa. Es un placer hablar de aquel lugar.
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Gracias , Alberto, por acercarnos a esa realidad que desconocemos.Muy interesante y muy bien escrito desde el sentimiento.
Un abrazo.
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Gracias por el comentario. A veces me parece que solo lo soñé.
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Fue una gran experiencia para tí, Alberto. Me gustaría saber más de tu estancia allí. Ojalá escribas otra entrada sobre el desierto.
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Hola Natalia, me alegro de que te haya gustado y de que quieras saber más sobre nuestro viaje. Voy a meditar tu propuesta.
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El amor por la tierra hace mimetizarse en ella. Me ha gustado.Un saludo.
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Me alegro mucho de que te haya gustado. LA vida en el desierto es dura. No sé si lograría mimetizarme de verdad…
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Espectacular
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Muchas gracias, hermano.
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