El grupo de músicos caldea el ambiente. Son el aviso del comienzo del espectáculo. Los visitantes más alejados corretean al son de los golpes de darbuqa y de tariya. Cuando llegan a la enorme jaima, encuentran que la mayoría de las sillas de madera plateada ya están ocupadas. El zumbido de la rhaita los mantiene alerta y buscan sin descanso dónde colocarse. Ajeno a este revuelo, un caballero trajeado se revuelve como poseído por la música. Se despreocupa del ritmo, zapatea a destiempo, simula tener una pareja de baile y saluda al público con exagerados aspavientos que responden a un imaginario clamor popular. Consigue arrancar unos aplausos dispersos como premio a su esfuerzo. Aunque no sé cómo bailar esta música, su entusiasmo ha conseguido que yo también taconee. Solo cuando los instrumentos dejan de sonar salgo de mi ensimismamiento. ¿Dónde me voy a poner para ver la taburida? Una mano amiga asoma entre la multitud para mostrarme el asiento libre que protege junto a su tío.

En cuanto me siento, Said me anticipa lo que va a suceder. Cada grupo de caballistas, zorba debo llamarlo, se alejará hasta el extremo de la explanada y luego se acercará para saludar a las autoridades. Como si los estuviera hechizando con su charla, la primera de las formaciones desfila delante de nosotros. Los jinetes visten unas chilabas inmaculadas y a la espalda llevan los mosquetones listos para ser disparados. Tan pronto como termina de pasar la primera, llegan la segunda y la tercera. Cada zorba se distingue por sus ropajes y por los colores de los aparejos que lucen sus caballos. Ya en este primer paseo se aprecia que no todos los animales están dispuestos a obedecer a su dueño. Los hay que se paran a destiempo creando un pequeño tumulto, otros se revuelven inquietos por la vestimenta de gala e incluso algunos se dan media vuelta, rompiendo la hilera inestable. En realidad, nadie da importancia a estos defectos: los espectadores discuten en su mayoría por algunos sitios reservados durante demasiado tiempo y las autoridades charlan entre sí, como si la fiesta no fuera con ellos.

El saludo inicial se llama tahia, me aclara mi amigo. Me temo que pronto olvidaré todos estos nombres. A lo lejos arranca la primera zorba. Sus miembros siguen las indicaciones del líder de la formación, situado en el centro. Avanzan despacio, se juntan poco a poco los caballos entre sí para embellecer la figura. Las discusiones a mí alrededor se van apagando, pendientes ahora del trote parsimonioso. A mitad del camino, un grito hace que arranquen al galope y entonces resoplan los caballos animados por los jinetes. El murmullo inquieto de los espectadores consigue que un niño deje de llorar, alertado por la tensión creciente. Se acercan a la carrera, como si no temieran chocarse con la valla que nos separa. Un estirón a tiempo de las cinchas logra que los caballos frenen en seco, se levantan con el mosquetón en alto y, envueltos en la polvareda, agachan la cabeza con gravedad. Pero las autoridades están distraídas buscando unos recordatorios que deben entregar al líder de cada zorba. El elegante saludo se queda sin respuesta.

Se alejan de nuevo y llegan otras agrupaciones con idénticos gestos. ¿No se suponía que iban a disparar? Said me asegura que pronto comenzarán los estruendos. El mismo paseo tranquilo al comienzo y de nuevo un grito que desata la carrera salvaje. Justo antes de llegar levantan los mosquetones y disparan todos a una. O eso he de interpretar porque unas veces los jinetes se distraen por el choque involuntario con otro caballo, otras aprietan el gatillo a destiempo e incluso los hay que se vuelven para recoger una apreciada manta que perdieron por el camino. El público ríe cuando alguno cae torpemente al recoger un tarbush que salió volando y se asusta al unísono cuando un hombre parece haberse hecho daño. Algunos protestan porque las autoridades no dejan ver el espectáculo y los hay que se cansan de la repetición y se marchan ya a casa lamentando el mediocre espectáculo. Cada vez estamos mejor situados para ver alguna zorba que nos maraville con su destreza. Nos arrastra la palpitante emoción. Los espectadores aprecian la carrera rauda, la llegada a la par, el porte elegante y el disparo síncrono. Resuenan gritos y aplausos. Los músicos aparecen de la nada para celebrarlo. Said me muestra una foto magnífica. Al verla más tarde, me parece oír de nuevo la algarabía de cascabeles.

Las fotos de este día festivo fueron realizadas por Said Yachou.
Hala, ya me quedo tranquila. aunque reconozco que en muchas ocasiones disfruto más con los preliminares, jjj. y he de subrayar que la fotografía subtitulada «la decepción» es mi favorita, qué colorido y qué movimiento!! otra vez muero de envidia.
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Lo pasé fenomenal. Esa fotografía también me gusta particularmente. Me atraía el polvo que se levantaba mientras se iban todos a casa.
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De pequeña he vivido las fiestas de S, Joan en Ciudadela, en Menorca, cuyo protagonista es el caballo, se hace un torneo medieval y un «jaleo»; los caballos van adornados con cintas y un espejo en la frente y los jinetes vestidos a la antigua usanza.Es una fiesta preciosa. Tu relato me ha hecho recordar muchas cosas… Muchísimas gracias, Alberto. Tu experiencia marroquí es una maravilla, enhorabuena por vivirlo y por llevarnos de la mano…
Un fuerte abrazo.
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¡Soy un privilegiado!
Me alegro mucho de que te haya gustado. Una cosa que siempre me sorprende es que lo que escribo os repita a otras vivencias de vuestra vida.
Gracias por tu visita.
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Muy chula la fiesta!
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Te aviso para la próxima vez.
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¡Gracias Alberto por compartir! Hermoso relato.
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Fue un placer vivirlo y ha sido recordarlo.
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Maravilloso articulo. Me he sentido allí. Gracias, Alberto.
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Qué amable eres, Carme.
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Hola Alberto
Va ser difícil olvidarse de las palabras de esta fiesta porque siempre se puede volver a releer este post. Solo se olvidan las cosas que no se escriben.
Un abrazo
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Eso que dices es verdad. Escribiendo se aprende mucho. Muchas gracias por recordármelo.
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