Visité Kalaa Sraghna en pleno verano y recuerdo el terrible calor que hacía esos días. Para sobrellevarlo, nos refugiábamos en casa desde el mediodía, pero me aburría el encierro y acababa convenciendo a mi anfitrión para salir a darnos un refrescante baño en un canal situado tras la esplanada del zoco dominical. Allí solíamos coincidir con un grupo de chavales que se pasaban el agosto entre zambullidas. Me preguntaba qué hacían mientras tanto las niñas… Mi amigo me propuso un día que cogiéramos el coche para ir a un sitio cuyo nombre no mencionó.

Ni la parcheada carretera, ni el polvoriento aparcamiento me dejan intuir el oasis al que me lleva. Tras unos puestos de comida, se oculta una espléndida piscina natural custodiada por las imponentes paredes de un cañón pardusco. Sus aguas tranquilas invitan al baño. Soy el primero en desvestirme. La orilla embarrada me obliga a caminar con cuidado para no resbalar, aunque finalmente no lo consigo evitar y acabo cayendo al agua. Me invade una agradable oleada de frescor que me relaja de pies a cabeza. Me tumbo boca arriba en la superficie. Observo los árboles que se asoman al borde del precipicio, los requiebros caprichosos de las rocas, los pájaros que sobrevuelan y cierro los ojos para dejarme atrapar por tanta paz.

La tranquilidad se desvanece de golpe cuando algo cae junto a mí. Me alerto de inmediato y entonces descubro a mis amigos en la orilla haciéndome gestos desesperados. No entiendo cuál es el peligro, pero nado asustado hacia ellos. Cuando me encuentro cubierto por una toalla, comprendo qué ha ocurrido. Unos chavales escalan con increíble destreza por las rocas para subirse sobre un trampolín natural situado a varios metros de altura y desde allí se lanzan al vacío, provocando el silencio momentáneo de los presentes que se rompe con el estruendo de la llegada al agua. El mismo que me ha sacado de mis ensoñaciones.

Observo a los saltadores mientras me seco y, al lanzarse uno de ellos, las olas que provoca desvelan, en la pared del fondo, una especie de caverna cuyo techo acaricia la superficie del agua. Me gustaría saber si es cierto lo que intuyo, pero mis amigos me proponen algo irresistible que me distrae: una charla alrededor de una tetera.
Después lamento no haber vuelto al agua para inspeccionar aquella caverna. Hoy regresamos por la misma carretera, y me prometo no dejar escapar la oportunidad. En cuanto lo menciono, mis amigos me advierten del peligro, me recuerdan la caída incontrolada de saltadores e intentan convencerme de que no me acerque incluso antes de ponerme el bañador. Les doy la razón y decido quedarme por la zona central, lejos de la pared desde donde se despeñan los jóvenes. Pero mientras disfruto del baño, veo a un par de hombres que nadan precisamente hacia la boca de mi ansiada caverna y que introducen los brazos como si estuvieran buscando algo. Cuando regresan a la orilla, llevan un paquete recubierto de cinta aislante.

El misterio resulta demasiado tentador. Mi amigo me advierte de una corriente que te absorbe hacia el interior de la cueva. Acercarse implica exponerse a una muerte casi segura, me dice como leyéndome el pensamiento. Pero no logra disuadirme. Nado hacia la entrada. Desciendo hasta que mis ojos a ras de la superficie descubren que el techo de la cueva es irregular y que existen pequeñas cúpulas donde cabría mi cabeza. Con las manos agarradas a algún saliente, hundo mi cabeza hasta aparecer en una de esas capillas minúsculas. Una mano sobre mi cabeza para evitar golpes y el agua a la altura de los labios. Planteo un recorrido de hueco en hueco hasta el extremo opuesto de la entrada. Si avanzo, no habrá marcha atrás. Me agarro fuertemente y me sumerjo en las tinieblas hasta la siguiente capillita. Nadie sabe dónde estoy, nadie puede rescatarme si me ocurriera algo. Estoy conmigo mismo en un espacio minúsculo entre el agua y la roca. Un minuto infinito para meditar sobre mi vida pasada. Me sumerjo de nuevo y aparezco en el centro del recorrido, a medio camino de ambos extremos. Otro minuto de relajación, esta vez dedicado al tiempo futuro. Sin embargo, nunca he estado más concentrado en el presente. Solo existe el ahora. Palpo las rugosidades del techo, saboreo el agua que me besa los labios, sereno mi respiración, me encuentro conmigo. Mi amigo tenía razón al advertirme de la corriente que te absorbe. Hasta lo más profundo de ti mismo.

Ni loca me habría metido, el miedo que me puede provocar algo así, me supera.
Me alegro que tu hayas sido más valiente para conocer un lugar, que seguro no mucha gente conocerá por dentro, y luego poder compartirlo con el resto.
Gracias por ello, ya conozco un poco más de «Alcalá «, como mi buen amigo Abdel, me dijo para que pudiera pronunciarlo mejor y así acordarme del nombre de su pueblo.
Al final ellos mismos acaban españolizando sus propias palabras .
🙂
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Es que nuestro Alcalá viene de ese Kalaa. Tardé un montón en darme cuenta de esto. Bzu es un lugar sin turistas bastante particular.
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Hola Alberto, que hermoso relato, emana un momento de felicidad mayúscula. Saludos.
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De felicidad y de serenidad. Así lo recuerdo yo.
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Hola Alberto
Esos momentos en los que parece que el tiempo se detiene son los más eternos.
Un abrazo
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Efectivamente, fue como si el tiempo se hubiera parado.
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