Las azoteas de Jemiset

No aguanto este encierro asfixiante. La casa se me hace pequeña y, cuanto más pienso en la prohibición de salir a la calle, más claustrofóbico me resulta el patio interior que miro desde mi salón. Los barrotes de los ventanales vecinos, que siempre me resultaron injustificados, ahora me parecen un reflejo de nuestras celdas. En mi lucha por no sentirme atrapado, busco cualquier excusa para salir. Bajo la basura a diario y he descubierto que mis piernas agradecen los escalones, así que me decido a subir hasta donde sea posible.

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Hasta donde sea posible

Las viviendas terminan en el sexto piso, pero la escalera continúa y, como premio a mi curiosidad, encuentro una puerta entreabierta que da acceso a la azotea. Vuelvo a sentir el viento en los brazos y el sol en la cara. ¿No es fabuloso? Me prometo subir tarde y noche para descansar sobre alguna manta, pero ¡qué poco dura la alegría! Al día siguiente, cuando intento disfrutar al sol de mi momento de lectura, me encuentro la puerta cerrada con llave. Un vecino me ofrece la suya para hacerme una copia, pero esas tiendas no tienen permiso para abrir, así que se la tengo que devolver con enorme frustración.

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El amanecer soñado

Cada mañana subo los escalones como el que juega a la lotería. ¿Estará abierta la puerta de la azotea? A veces, me toca bajar con el pesar de no ver cómo sobrevuelan los pájaros, pero otras, estoy un buen rato oteando el horizonte y después me echo en la manta y me sumerjo en mi libro. Hoy, al terminar un capítulo, me he dado cuenta de que la puerta temblaba por culpa del viento y he pensado que, si se cerrara, me quedaría encerrado y tendría que escapar trepando al edificio vecino. Igual que hacía Said en aquella historia que me contó mientras charlábamos bajo las estrellas de Afella-Iguir:

No teníamos dinero para viajar a ninguna parte, así que pasaba los veranos en Jemiset, en la casa de mi abuela Yedda. Durante el día hacía un calor insoportable que encerraba en sus viviendas a toda la ciudad. A mí me daba igual aquel sofocante infierno, habría salido igualmente a la calle con tal de matar el aburrimiento, pero mi madre tenía miedo de que me ocurriera algo y por eso permanecía enjaulado en la casa familiar.

Además, las altas temperaturas me impedían dormir por las noches y, una de ellas, cuando tenía ocho años, subí a hurtadillas a la azotea. Como no había luna, no se veía nada, pero la oscuridad me hacía sentir bien. Entonces se me ocurrió pasarme a la azotea de nuestro vecino y, ese simple salto del murete que separaba nuestras viviendas me provocó una inmensa sensación de libertad que me excitaba y me calmaba al mismo tiempo.

Desde allí podía fácilmente trepar a la siguiente azotea. La emoción me animaba a continuar. Cada hito que alcanzaba me daba alas para plantearme el siguiente un poco más lejos, y luego otro, y otro más. Y cada salto hacía que me olvidara del mortal aburrimiento, del calor insoportable y de lo que te conté cuando nos hicimos amigos. Todo se alejaba hasta desaparecer de mis pensamientos y me concentraba únicamente en colocar las manos y los pies de forma adecuada para no resbalarme. Solo existía mi propia respiración y la pared a la que aferraba y que palpaba para descubrir los recovecos en los que introducir los dedos.

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El comienzo de la aventura

Regresé a la azotea de la abuela y miré hacia atrás. En la oscuridad no podía distinguir el recorrido que había hecho, pero sabía que estaba allí mismo y que podría regresar cuando quisiera. Fue la primera vez que experimenté las ansias de viajar. Todavía me invade aquella euforia cuando regreso a la azotea de la abuela y revivo el deseo de ser libre.

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Rememorando aventuras infantiles

Al rememorar ahora el relato de Said, siento que me está retando para dejarme arrastrar por aquel tsunami emocional. Pero ya estoy mayor para chiquilladas. Nadie entendería qué estoy haciendo si me vieran saltar como un ladronzuelo. Claro que si encontrara una buena excusa… Los vecinos saben que no tengo llave de la azotea. Si me quedara encerrado… Tendría que trepar igual que hacía Said de niño. Si tan solo un golpe de viento cerrara la puerta de improviso… Me parece estar oyendo a mi amigo, animándome a empujarla yo mismo para que comience la aventura. Cierra un instante los ojos. ¿No te parece que se está levantando el viento?

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Un golpe de viento…

9 comentarios sobre “Las azoteas de Jemiset

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  1. Hola Alberto. Buscar a toda costa una rafaga de viento en la cara y la caricia del sol. Metáfora o deseo.
    Me recuerda la la cancion de Nino Bravo.
    Un abrazo.

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    1. La verdad es que me gusta la idea de que la aventura de Said en la azotea permanezca confinada en mi zoco.
      Gracias por la idea en cualquier caso.

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  2. Algún día pienso yo lo mismo, no sé si saltar al patio a que me de el sol en la cara, pero tendremos que esperar a lo que nos digan desde el Gobierno.
    Mientras paciencia y sobre todo SALUD.

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