
Acabamos de aterrizar en el aeropuerto Ibn Battuta de Tánger. Como siempre, me sorprende tardar casi menos en volar desde Madrid que en pasar el control de pasaportes. Pero ya he aprendido a que no me alteren estos inconvenientes. Incluso disfruto durante la espera inacabable porque así puedo curiosear cómo se comportan e imaginarme sus vidas, igual que si los mirara desde una discreta atalaya. Justo antes de cruzar la puerta, detecto un cartel sorprendente: el listado de los precios estipulados para el viaje en taxi hasta un sinfín de destinos. Nunca lo había visto. Intento calcular el sobrecoste que he pagado durante años, pero soy incapaz de recordar las cantidades. La ignorancia engrasa en ocasiones la puerta de la felicidad. Por una vez, intento memorizar las cifras: Tanger Ville 100 MAD, Tanger Gare 120 MAD.

En la calle reluce el sol y avanzo por la explanada desierta hasta cruzar el control de seguridad mientras oteo buscando los coches amarillos. Por fin encuentro la fila de taxis, donde se alternan antiguos Mercedes con recientes Dacia, pero no consigo localizar a los conductores, escondidos a la sombra de unas palmeras, tumbados sobre la hierba. Comienza la discusión cuando ven llegar al puñado de viajeros cargados de maletas. La fortuna me otorga un vehículo más bien destartalado, pero no me importa. Es un recorrido de apenas veinte minutos y todavía me dura la emoción de sentirse de nuevo en Marruecos. Saludo al conductor en dariya, exageradamente, para que deduzca que no soy un simple turista. Coloco yo mismo el equipaje en el maletero, pero dejo el maletín del ordenador junto al asiento delantero, debajo de mis piernas. De manera instintiva me pongo el cinturón. En realidad, solo lo intento porque la clavija no funciona y la cinta vuelve irremediablemente a su posición inicial. ¿Es esto Marruecos?

El vehículo vuela a ciento veinte quilómetros por hora en cuanto perdemos de vista la cámara del radar. Mi asiento no deja de traquetear y los muelles y tornillos protestan amenazando soltarse en cualquier momento. Intento pensar en algo que me distraiga del continuo vaivén sin conseguirlo: la vida es frágil, podría morir en este preciso momento, un accidente en esta tartana sería mi perdición. El conductor adelanta por la izquierda y por la derecha como en una carrera automovilística. Apenas queda espacio entre los coches que abarrotan la calzada y los huecos minúsculos los rellenan motoristas suicidas. ¿Amarán el riesgo o serán tan solo unos inconscientes?
Intento concentrarme en mi propio cuerpo. No sé qué hacer con mis brazos, coloco el derecho en el apoyadero de la ventanilla fingiendo estar relajado. Pero me delatan las piernas. Estoy haciendo fuerza con las piernas, como si presiona un pedal del freno imaginario que no logra descender la velocidad. El único resultado es mi evidente temblor de piernas. Necesito una distracción y miro la calle buscando la solución, pero solo percibo peligros y posibles accidentes. Al menos el firme está recién asfaltado. Cuando estoy a punto de celebrar que ya se acabaron las obras, me doy cuenta de mi error y tomamos bruscamente el desvío a la izquierda adentrándonos en el barrio de Sidi Idris.

Calles estrechas, carromatos cargados hasta los topes e inquietos peatones apenas consiguen que descienda ligeramente la velocidad. El piloto conoce el circuito a la perfección y no quiere ceder ni una décima de segundo a sus rivales. Descendemos una empinada cuesta a tumba abierta. Podría morir al llegar a esa esquina. ¿He aprovechado mi vida? Y si llego vivo a la medina: ¿qué quiero hacer con los años restantes? Unas inesperadas maldiciones me despiertan de mis ensoñaciones. La calle está colapsada por culpa de un camión que reparte bombonas de butano y que ha bloqueado el tráfico. ¡Bendito sea! El conductor comienza entonces a aporrear el claxon. Di que sí, toca el pito lo que quieras, se te acabó la carrerita. ¡Pero qué breve es la alegría! Al momento ya estamos de nuevo volando por la avenida adelantando coches y carromatos que protestan. Nos hacen gestos con la mano como diciendo: Antina ahmaq? Supongo que mis ojos les suplican ayuda. Nos acercamos al centro, un par de túneles recién construidos facilitan la ilusión de estar en un circuito urbano, pero al poco aumenta la presencia de viandantes que se empeñan en creer que tienen preferencia en los pasos de cebra. Un frenazo brusco me lanza contra el salpicadero. El conductor protesta y lo miro atónito. Supongo que mis ojos le suplican bajarme allí mismo.
La ignorancia engrasa en ocasiones la puerta de la felicidad. Que frase tan buena, me encanta, en ocasiones quizá, quisiera saber un poco menos o creerlo.
Y en este ejercicio de reflexión, ¿decidiste ya que quieres hacer con los años de vida que te quedan?
Gracias por compartirlo
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Le regalo la frase si tanto te gusta.
Durante esos minutos de angustia, decidí cosas que quiero hacer y sobre todo lo que no quería hacer: lamentar no haberme atrevido.
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Hola Alberto
Una forma de saber si un conductor es peligroso conduciendo es comprobar si hay un pedal de freno ‘fantasma’ en el asiento del copiloto.
Ese ‘como si presionara un pedal del freno imaginario’ acaba dejando una señal muy visible en ciertos vehículos. 🙂
Un abrazo
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Pues seguro que tienes razón, el problema es que para cuando lo encuentras, ya estás dentro…
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Madre, por un momento fuimos contigo en ese taxi loco 🚖 que estrés. Muy bueno 👌
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Me alegro mucho de que os haya gustado. Casi tanto como de que al final del viaje siguiera vivo.
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Jajaja
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Intuía que te iba a gustar…
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