
Omar no ha dormido en toda la noche. Se acostó meditando sobre una idea y ya no ha conseguido pegar ojo. Se acaricia inconscientemente la herida de la mano que se hizo en clase la semana anterior. Y así revive el ridículo que pasó cuando sus compañeros se burlaron de su defensa de Tamusida. Y reaviva el deseo de cumplir su promesa. Al poco, se sobresalta asustado. ¿Me he quedado dormido? Se asoma por el ventanuco y comprueba que aún es de noche. Pero decide no arriesgarse una segunda vez y se levanta de un salto. Pliega la fina manta que usa en primavera y coloca en un rincón la colchoneta que le sirve de cama. Como cualquier otro día, como le enseñaron a hacer. Tan pronto como cierra la puerta de la calle, se da cuenta de que ha olvidado la manzana que había reservado para el viaje. Pero ya es demasiado tarde, no tiene llave y no quiere despertar a nadie para que le abran. O todo se desvelaría.

La oscuridad lo protege de los vecinos y, al mismo tiempo, lo oculta a los coches. A pesar del peligro, camina por el arcén sin descanso. No piensa en los quince quilómetros que lo separan de su destino. Cuando llega a Bab Fes, se asusta al ver tanta actividad en la calle. Aunque es temprano, de repente teme no llegar a tiempo al museo. Se echa a correr por la avenida Mohamed V, gira por unas callejuelas y no para hasta ver algo que ya ha oído en el aduar: En Kenitra han construido una nueva estación, ya nadie se puede colar por la blasa maarofa. Sus bolsillos vacíos le empujan a aprovechar la mirada distraída del vigilante para confundirse entre los viajeros. En el tren no se sienta por temor al revisor, pero antes de llegar a Tabriquet, una mujer lo mira preguntándose qué hace allí solo un niño tan pequeño. Omar teme la reacción de la señora, se aprieta de nuevo en la herida y se cambia de vagón mientras grita como si hablara con un familiar: Jedda, foqash nmshiu ljemiset? Se emociona al cruzar el Buregreg, siente que comienza su aventura. Ni siquiera le asusta que sea su primera vista a Rabat.

Un vendedor callejero le indica cómo ir al museo, pero el segurata del enorme edificio le dice que allí hay solo cuadros, que no va a encontrar ninguna moneda antigua. Omar insiste y el hombre deja que pase hasta la taquilla. Lo saluda una muchacha dispuesta a ayudarlo y no solo le aclara que debe dirigirse al Museo de Historia, sino que decide acompañarlo ella misma. Antes de llegar, cuando Omar le pregunta el precio del billete, la muchacha intuye que aquel chaval curioso no lleva dinero y convence a su colega para que lo deje pasar gratis: es de la familia.

Omar está nervioso pero emocionado, y ni siquiera se da cuenta del enorme mapa en el que se identifica la Tamusida que le mostró su abuelo Ahmed. Quizás si lo hubiera visto, habría comprendido que no es una ciudad olvidada por todos y eso le habría quitado la idea que lo ha llevado hasta allí: robar un puñado de monedas antiguas. Cruza las primeras salas, gira a la izquierda atraído por una sala con docenas de estatuas de bronce encerradas en vitrinas: hombres desnudos, cabezas de caballo y músicos descansando. Pasea extasiado por su descubrimiento. Escoge con calma su preferida: unos salvajes guerreros. Vislumbra el plan al instante: romperá el cristal con una piedra del jardín, agarrará su trofeo y saldrá corriendo sin echar la vista atrás, se colará en el tren, ni siquiera se sentará, llegará a Kenitra y caminará hasta Sidi Aiesh, tomará el desvío a Tamusida y enterrará en las ruinas a sus guerreros. Cuando regresen para excavar, encontrarán aquella estatua y se maravillarán del hallazgo y todos querrán descubrir más tesoros escondidos y Tamusida estará en boca de todos. Y entonces volverá al cementerio para contarle a su abuelo las nuevas noticias. Y el recuerdo del entierro humedece sus ojos y se acaricia de nuevo la herida. Se guarda en el bolsillo una piedra enorme y se coloca junto a la vitrina, tan cerca que se empaña el cristal. El guardia discute con un extranjero enfadado, intuye que es el momento. Se aprieta la herida de la mano para darse ánimos, se lo ha prometido a su abuelo Ahmed.
Maravillosa historia, Alberto.
Bien escrita, y bien desarrollada. Atrapa, y el final es sorprendente y emocionante.
Un abrazo.
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Toda la culpa la tiene mi amigo Muahsin que no para de regalarme ideas según me habla de su familia.
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Me encanta leerte. Es como estar allí. Los nombres, las sensaciones…
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Me alegro mucho de que te haya gustado. Mil gracias por tu comentario.
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Todo un guión de película.
Felicidades, me ha gustado mucho.
Espero el final.
Un beso.
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Que bueno Alberto, me has dejado con la curiosidad de saber si el niño rompe la vitrina. Me encanta como enganchas al lector. Un placer leerte.
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¿Y tú crees que llegó a romperla?
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Al final me vais a obligar a preguntarle a Omar cómo termina todo.
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Mira, me quedo con ganas de seguir con la historia, ¿y la siguiente entrega pa cuándo?
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Pues mucho me temo que Omar no ha querido contarme el resto, asñi que tendrás que completarlo tú mismo.
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