
Lo reconozco. Hay palabras que necesito que me repitan su significado una y otra vez sin conseguir fijarlas en mi mente. Casi llego a sentir vergüenza por volver a preguntar cómo se decía aquello que nuevamente tengo que explicar con gestos o con la traducción en otro idioma. Temo que piensen que les estoy tomando el pelo y que lo hago únicamente para divertirme. Eso me parece leer en sus ojos que se agrandan mientras las cejas se elevan sorprendidas. Paso esquizofrénicamente de alabanzas por mi maestría con el árabe a comentarios sobre mi torpeza, sutilmente, a lo marroquí, sin decirlo directamente, solo dándolo a entender. Me precipito del cielo al infierno en el mismo día, en la misma conversación. Así que no vuelvas a preguntarme cómo va mi darija, porque ni yo mismo lo sé. A veces, mi profesora me abronca incrédula por mis descuidos y se pregunta cómo es posible que sobreviva sin conocer tal o cual palabra fundamental. Me excuso diciendo que “si la he oído, no la he registrado”. Es tan solo un eufemismo que hemos adoptado para no entrar a valorar mi “dominio” del idioma. Insisto con rotundidad y aseguro que quizás en esta zona del país no se diga así. Sirve tan solo para sembrar la duda. Pero a partir de ese momento, la palabra que juro no haber escuchado antes, aparece por todas partes y comienza a formar parte de mí y me miento creyendo que siempre la he conocido. En cambio, hay vocablos que recuerdo perfectamente el momento en el que los aprendí porque está irremediablemente asociados a un recuerdo grabado a fuego.
Mia uarbain (ميا وعرباين)

La primera vez que estuve en Meknes, lo hice con mi amigo Mohamed. Deambulamos durante horas hasta terminar en un mercado donde un hombre gritaba continuamente una cantinela que no comprendía. No es que no supiera el significado, el problema era que no distinguía ni tan siquiera el idioma, ni cuántas palabras pronunciaba. Curioso, estuve parado delante de él, decidido a desentrañar el misterio. Mohamed me ayudaba dándome pistas. Aseguraba que decía el precio de los plátanos, pero no fui capaz de comprenderlo. Necesité que me lo dijera, e incluso así, tardé un rato en reconocerlo. El vendedor decía ciento cuarenta, muy rápido, encadenándolo en una inacabable letanía. Y eso abría una nueva discusión. Me sobresalté al pensar lo caros que estaban, casi catorce euros por un kilo. Era abusivo y agudicé el oído para asegurarme de que la cifra no fuera otra. Miauarbainmiauarbainmiauarbain. Ahora estaba seguro. Una verdadera estafa. Mohamed se burlaba de mí. Se trataban en realidad de reales. Aún se reía mientras me explicaba que hacen falta reunir veinte para formar un dírham. Así pude finalmente hacerme una idea del precio de los dichosos plátanos. Repasé mentalmente los pasos necesarios para llegar hasta allí: primero hay que entender que lo que grita el tendero es darija y no bereber, después hay que distinguir la cifra que anuncia un precio de ciento cuarenta, que son reales y no dírhames, hay que usar la relación de uno a veinte para llegar hasta siete y redondearlos a euros dividiendo de nuevo entre diez para finalmente saber que el kilo de plátanos está a setenta céntimos. Pero no tienen buen aspecto, están pochos. Así que dejo la compra para otro día.
Tfeh (تفاح)

Después de llevar al menos dos años en Marruecos, me decía a mí mismo que no podía seguir sin saber pronunciar correctamente los nombres de las frutas. Sobrevivir utilizando las manos y solicitando un kilo de esto y medio de aquello es una forma honrosa de manejarse al comienzo, pero ya había llegado el momento de avanzar. Era una cuestión de principios. Reflexionaba sobre esto una mañana que amanecí en Moulay Idriss y me dirigí a una de las fruterías del inframundo con la firme voluntad de no acostarme ese día sin saber decir “manzana”. Pregunté antes por el precio para evitar el impuesto para turistas. Shal ilkilo? Miauasharin. Si ciento cuarenta son siete, entonces ciento veinte deben de ser seis dírhames. Sonreí al tendero y señalándolas con el dedo, le pregunté por su nombre. Él se quedó un poco confundido y comenzó a llenar un cubo con las mejores piezas y me preguntaba cuánto quería. Entonces tuve que insistir para que me diera una respuesta. No me iría de allí saber nombrar las manzanas. El hombre me miraba sin entender. Finalmente me respondió elevando los hombros, dando así a entender que estaba respondiendo una obviedad, que su nombre es conocido por todo: “Golden”.
«Golden», jajaja.
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Me ha encantado la sencillez con la que trasmites este enriquecedor encuentro. Si eres de los que llevan a cabo lo que van aprendiendo, cuando acudas a comprar algo pídelo por la variedad o el género que esté catalogado globalmente, y en caso de que no sepan a qué te refieres, con saber hacer la pregunta en su idioma: será más que suficiente.
Salam Aleikum
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Si te digo que tuve que buscar en los apuntes cómo se decía manzana para escribirlo en el blog…
Yo soy más de recordar la historieta para luego contarla. Un abrazo y gracias.
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Jajaja. Ahí te dejaría de piedra ya que Golden es una variedad de manzana, que la usen en genérico es mas cómodo quizás. Aunque también poma es un nombre que se le da en muchos sitios.
Nunca te acostaras sin saber algo nuevo. 😉
Un saludo.
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Me dejo totalmente petrificado y tuve que esforzarme por no soltar una carcajada en su cara. Al menos así lo recuerdo… quizás no pude evitar reírme.
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